25 diciembre 2006

Black ladders lack bladders: apunte sobre la traducción y la poesía

Hace, según el ritmo de este blog, no mucho tiempo que Kantor escribió en el suyo sobre la universalidad del campo semántico. Esta es su tesis central:

Cuando digo que el campo semántico es universal no quiero decir que todos los seres humanos tengan el mismo campo semántico en sus cerebros: por supuesto que el tamaño y forma del campo semántico depende del trasfondo cultural. Lo que quiero decir es que, dados dos individuos hablantes nativos de distintos idiomas, los campos semánticos de ambos podrían ampliarse para contener los objetos semánticos del campo del otro. Esto es: el campo semántico no es dependiente del idioma.


A esto tengo poco que comentar. Sí querría, en cambio, matizar lo siguiente:

La universalidad del campo semántico tiene una hermosa consecuencia literaria que no puede resistirme a mencionar: la literatura de alta calidad no debería escribirse con regularidades o ritmos fonéticos, sino con imágenes mentales. La literatura valiosa es siempre universal; esto implica una especie de platonismo.

Tomemos el comienzo del Julio César de Shakespeare, “Prestadme oídos, ciudadanos romanos”. La belleza de la declaración no procede del sonido sino de la metáfora, intelectualmente estimulante. El máximo ejemplo de literatura perfectamente traducible es la Biblia, que conserva su belleza en todos los idiomas; esto no es un accidente: el texto bíblico no está escrito con sonidos [1], sino con flujo rítmico de ideas y una potente colección de arquetipos literarios. Es poesía, pero no poesía rítmica.

[1] A diferencia del Corán, que queda devastado en la traducción.


Pero antes tomaré prestada a Aldous Huxley (Los escándalos de Crome [Crome Yellow], en traducción de J. Farrán y Mayoral; capítulo XX) la exposición de una posición sobre la literatura opuesta a la de Kantor:

—Las palabras —dijo Dionisio por fin—, las palabras, no sé si puede usted comprender cómo las amo. Usted se preocupa demasiado por las cosas concretas, por las ideas y por las personas para poder comprender toda la belleza de las palabras. El espectáculo de Mr. Gladstone hallando treinta y cuatro rimas para la palabra Margot le parecerá a usted una cosa más bien patética. Los sobres que escribía Mallarmé con sus direcciones en verso le dejan a usted indiferente, a menos que no le causen lástima; usted no puede comprender que

Apte à ne point te cabrer, hue!
Poste, et j'ajouterai, dia!
Si tu me fuis onze-bis Rue
Balzac, chez c'est Hérédia,


es un pequeño milagro.
—Tiene usted razón —dijo Mr. Scogan—. No puedo comprenderlo.
—¿No le parece a usted una cosa mágica?
—No.
—Esa es la piedra de toque del temperamento literario —dijo Dionisio—; la sensación de magia, el sentimiento de que las palabras tienen un poder. La parte verbal, técnica, de la literatura es sencillamente una extensión de la magia. Las palabras son la invención primera y más grandiosa del hombre. Con el lenguaje, el hombre ha creado todo un nuevo universo. ¿Qué tiene de maravilla que amara las palabras y les otorgara un poder? Con palabras justas y armoniosas los magos hacían salir conejos de los sombreros vacíos y espíritus de los elementos. Sus descendientes, los literatos, continúan todavía el proceso ensamblando sus fórmulas verbales y temblando de gozo y temor ante el poder del encanto producido. ¿Conejos de los sombreros vacíos? No, sus hechizos tienen un poder más sutil porque evocan emociones en los espíritus vacíos. Formulados por medio de su arte, los dictados más insípidos adquieren enormes significaciones. Por ejemplo, yo pronuncio la afirmación Black ladders lack bladders*. Una verdad evidente por sí misma, una de esas sobre las cuales no valdría la pena insistir si yo la hubiera formulado en palabras tales como Black fire-escapes have no bladders o Les échelles noires manquent de vessie. Pero en cuanto digo Black ladders lack bladders, la frase, a pesar de su trivial evidencia, se torna significativa, inolvidable, emocionante. La creación, por medio del poder de la palabra, de alguna cosa que hacemos salir de la nada, ¿qué es sino magia? Y aun puedo añadir ¿qué es sino literatura? La mitad de la mejor poesía del mundo es sencillamente Les échelles noires manquent de vessie, traducido en mágica significación por Black ladders lack bladders. ¿Y usted no puede apreciar las palabras? Lo siento por usted.
—Un carminativo mental —dijo Mr. Scogan meditabundo—. Eso es lo que usted necesita.

* Las escaleras negras carecen de vejiga


Considero exagerada la pasión de Dionisio por las palabras, pero la comparto en alguna medida. Kantor, por contra, parece un cumplido scoganiano, como echo de ver en que su cita del Julio César de Shakespeare es fiel a las ideas, pero no a las palabras del original. En efecto, el principio del discurso fúnebre de Marco Antonio, que cita como Lend me ears, Roman citizens corresponde, ay, a este endecasílabo: Friends, Romans, countrymen, lend me your ears: Amigos, romanos, compatriotas, prestadme oídos (acto III, escena 2ª).

De modo que no estoy de acuerdo con los dos últimos párrafos de Kantor. La literatura no es exactamente lo mismo que la poesía; la poesía es una forma literaria, precisamente aquella en la que la forma y el ritmo son más importantes. A diferencia de black ladders lack bladders la buena poesía, sin duda, tendrá, además de una bien lograda y rítmica forma, un contenido que esté a la altura y pueda sobrevivir a la traducción; pero yo no afirmaría que la paráfrasis en prosa de un poema sea poesía. O, como poco, no será tan poesía como el poema.

Procuraré ilustrarlo con otro ejemplo de William Shakespeare: el segundo soneto. En primer lugar el original inglés:


When forty winters shall besiege thy brow,
And dig deep trenches in thy beauty's field,
Thy youth's proud livery, so gazed on now,
will be a totter'd weed, of small worth held:

Then being askt where all thy beauty lies,
Where all the treasure of thy lusty days;
To say, within thine own deep-sunken eyes,
Were an all-eating shame and thriftless praise.

How much more praise deserved thy beauty's use
If thou couldst answer, 'This fair child of mine
Shall sum my count, and make my old excuse,'
Proving his beauty by succession thine!

This were to be new made when thou art old,
And see thy blood warm when thou feel'st it cold.


Una traducción en prosa:


Cuando cuarenta inviernos asedien tu frente y caven profundas trincheras en el campo de tu belleza, la orgullosa librea de tu juventud, tan admirada ahora, será una raída ropa de luto, tenida en poco valor. Si entonces te preguntan dónde yace toda tu belleza, dónde todo el tesoro de tus días vigorosos, decir que en tus propios ojos profundamente hundidos sería devoradora vergüenza y desmedrada alabanza. ¡Cuánta más alabanza merecería el uso de tu belleza si pudieses responder: "este hermoso hijo mío sumará mi cuenta, y excusará mi vejez", probando su belleza, por sucesión, la tuya! Esto sería hacerte nuevo cuando seas viejo, y ver tu sangre cálida cuando la sientas fría.


Y, por último, una traducción casi en forma de soneto (lo siento, pero fui incapaz de hacerla con rima consonante):


Tu frente asediarán cuarenta inviernos
y en tu belleza cavarán trincheras;
un harapo será de poco precio
tan orgullosa juvenil librea;

si te preguntan: 'Tu belleza, ¿dónde?
De la edad del vigor, ¿dónde el tesoro?',
que en tus ojos sumidos, si respondes,
será voraz vergüenza y flaco elogio.

¡Cuánto más tu belleza bien se usa
si puedes contestar: 'Este hijo hermoso
suma mi cuenta y mi vejez excusa',
su beldad de la tuya testimonio!

Hacerte nuevo en tu vejez sería,
ver cálida tu sangre entonces fría.


La traducción en prosa es más completa; al no haber límite de sílabas caben todas las ideas del original con sus mismas relaciones (aproximadamente), todo lo que Kantor exige a la poesía. Pero opino que la traducción en verso es más poética; al menos, es un poema, como lo es el original. ¿Cuál de las dos es, pues, más fiel?

23 julio 2006

Sobre la guerra Israel - Hizbulá

Thomas Sowell el viernes en Townhall.com (vía BarcePundit), sobre cómo hemos llegado a donde estamos:

Pacifistas contra la paz



Uno de los muchos fracasos de nuestro sistema educativo es que echa al mundo a gente incapaz de distinguir la retórica de la realidad. No han aprendido ningún modo sistemático de analizar ideas, derivar sus implicaciones y contrastar estas implicaciones contra los tozudos hechos.

Los movimientos de "paz" están entre los que se aprovechan de esta extendida incapacidad de ver, más allá de la retórica, hasta las realidades. Poca gente parece siquiera interesada en los resultados reales de los llamados movimientos de "paz"; esto es, en si realmente producen paz o guerra.

Tomemos el Próximo Oriente. Se está pidiendo un acuerdo de alto el fuego en interés de la paz. Pero ha habido más acuerdos de alto el fuego en el Próximo Oriente que en ninguna otra parte. Si los acuerdos de alto el fuego promoviesen realmente la paz, el Próximo Oriente sería la región más pacífica sobre la faz de la tierra en lugar de la más violenta.

¿Se terminó la Segunda Guerra Mundial con acuerdos de alto el fuego o aniquilando gran parte de Alemania y Japón? No nos confundamos, en el proceso murieron civiles inocentes. Incluso murieron prisioneros de guerra americanos cuando bombardeamos Alemania.

[...]

Hubo un tiempo en el que habría sido suicida amenazar, no digamos atacar, a una nación con un poder militar mucho más fuerte, porque uno de los peligros para el atacante era la perspectiva de ser aniquilado.

La "opinión mundial", la ONU y los "movimientos de paz" han eliminado ese estorbo. Hoy un agresor sabe que, si su agresión fracasa, aún estará protegido de todo el poder y furia en la represalia de los que ha atacado porque habrá quienes, retorciéndose las manos, demandarán un alto el fuego, negociaciones y concesiones.

[...]

El resultado más catastrófico de los movimientos de "paz" fue la Segunda Guerra Mundial. Mientras Hitler estaba armando a Alemania hasta los dientes, los movimientos de "paz" en Gran Bretaña abogaban por el desarme de su propio país "como un ejemplo para otros".

Los miembros laboristas del Parlamento británico votaron consistentememte contra el gasto militar y los estudiantes universitarios británicos se comprometían públicamente a no luchar jamás por su país. Si los movimientos de "paz" trajeran la paz, no habría habido una Segunda Guerra Mundial.

[...]


También Sowell, en Libertad Digital, sobre un “ciclo” de estupidez, o sea, lo mismo:

Aquellos que continúan pidiendo un final del "ciclo de violencia" son los que hacen esa violencia más probable. Siempre se puede contar con que "la opinión mundial" en general y la de Naciones Unidas en particular aconsejarán "contención" en la respuesta a los ataques y "negociaciones" en respuesta a amenazas letales. Lo que eso significa es que aquellos que empiezan los conflictos han de pagar un precio inferior al no tener los agredidos vía libre en su contraataque. Reducir el precio a pagar por los agresores virtualmente garantiza más agresiones.



Mark Steyn hoy en el Chicago Sun-Times (vía BarcePundit), trata de a dónde parece que vamos:


Hace unos pocos años, cuando se hablaba airosamente del "proceso de paz de Oriente Próximo" y una "solución de dos estados" yo decía que que el problema era que los palestinos veían una solución de dos estados como una etapa provisional en el camino hacia una solución de un estado. Subestimé la depravación islamista. Como vemos ahora en Gaza y el sur del Líbano, cualquier solución de dos estados sería una etapa provisional en el camino hacia una solución sin ningún estado.

En una de las más admirablemente directas de las declaraciones islamistas, Huseín Masauí, el líder de Hizbulá tras la matanza de fuerzas estadounidenses y francesas hace veinte años, lo expresó así:

No luchamos para que nos ofrezcáis algo. Luchamos para eliminaros.


Estupendo. Pero supongamos que se hubiera salido con la suya; entonces, ¿qué? Supongamos que hasta el último judío de Israel estuviera muerto o hubiese huido; ¿qué surgiría en lugar de la Entidad Sionista? Sería algo como las okupaciones de terror de Hamás-Hizbulá en Gaza y Cisjordania, a lo grande. Hamás ganó abrumadoramente las elecciones palestinas, y Hizbulá obtuvo el control formal de ministerios clave en el gobierno libanés. Pero no son Mussolini: no tienen ningún interés en hacer que los trenes lleguen a sus horas. [...]

[...]

Supongamos que esto fuera cierto; que unos terroristas hicieron volar en discotecas de Bali a parejas australianas en luna de miel y a fumetas escandinavos a causa de "la cuestión palestina". ¿No sugiere esto que esa gente está, en cierto modo, chalada? Después de todo, hay cantidad de simpatizantes del IRA por todo el mundo (probad a defender la posición de los unionistas del Ulster en un bar de Boston) y sin embargo nunca se les ha ocurrido protestar por el dominio británico en Irlanda del Norte haciendo volar a, digamos, turistas alemanes en Tailandia. [...]

[...]

Pero el oportunismo saudí-egipcio-jordano sobre Palestina les ha alcanzado: por fin se han dado cuenta de que una estrategia de evitación consciente de la resolución de la "cuestión palestina" ha ayudado a entregar Gaza, y Líbano y Siria, en manos de un régimen que es para el mundo árabe una amenaza mucho mayor que la Entidad Sionista. El Cairo & Cía. se habían acostumbrado tanto a gimotear a cuenta de la pseudocrisis palestina decenio tras decenio que que nunca se les ocurrió que un día podrían enfrentarse a una crisis de verdad: un Oriente Próximo dominado por un Irán apocalíptico y sus agentes locales, en el que el autogobierno árabe resulta haber sido un mero interludio entre los sultanes otomanos y el eclipse eterno de un paraguas nuclear persa. Los sionistas salieron de Gaza y ahora es un Talibanistán redivivo. Los sionistas salieron del Líbano y la fuerza más poderosa del país (con una ventaja demográfica continuamente creciente) son los agentes chiítas de Irán. No ha habido sionistas cerca de Damasco en sesenta años y Siria es en la práctica la primera puta carcelaria árabe sunní de Irán. Para los otros regímenes de la región, Gaza, Líbano y Siria son estados muertos que han resurgido como vampiros.

[...]

Mientras tanto, Kofi Annan [...] está proponiendo acerca de Israel y Hizbulá que vayan fuerzas de paz de la ONU, no para conservar la "paz" entre dos estados soberanos sino entre un estado soberano y una banda terrorista usurpadora. Despreciable como es, el Secretario General muestra un agudo discernimiento de la dirección que ha tomado el mundo: ya hay "actores no estatales" que tienen cohetería más sofisticada que muchas naciones de la Unión Europea; si Irán se sale con la suya, sus apoderados serán potencias nucleares por implicación. Tal vez deberíamos ponerles en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

[...]


Francis Porretto, la semana pasada, respondía preventivamente a aquellos a quienes "una solución sin estado" pueda parecer atractiva:

En la práctica, Israel ha ido a la guerra contra un país caótico y hostil que carece de un auténtico gobierno. (Vuestro Cascarrabias evitará honrarlo con el término “anarquía”; preferiría reservar esa palabra para países no gobernados pacíficos y que observan el Derecho imperio de la Ley).



En Strategy Page, el viernes, analizaban cómo parece que va la campaña de Israel (vía Pajamas Media):

El plan se desarrolla



21 de julio de 2006: los ataques israelíes a instalaciones militares de Hizbulá están haciendo efecto, con los lanzamientos de cohetes por Hizbulá reducidos en más de la mitad (a unos 40 hoy). Israel tiene varios miles de hombres en el sur del Líbano, y están yendo tras los equipos de lanzamiento de cohetes de Hizbulá. Los israelíes han encontrado que su táctica de lanzar octavillas para advertir a los civiles de que permanezcan alejados de las zonas residenciales usadas para almacenar armas, y especialmente cohetes, ha funcionado. A pesar de los esfuerzos de Hizbulá para obligar a los civiles a quedarse en sus casas, la gran mayoría ha huido de los pueblos y vecindarios donde se sabía que Hizbulá estaba almacenando cohetes. Así, la mayor parte de las bombas israelíes han destruido cohetes y alojamientos, no gente. La ONU no ha aceptado esto, sino que se ha plegado a la versión de los medios y la propaganda pro-Hizbulá, para respaldar a los terroristas y acusar a Israel de usar una "fuerza desporporcionada". La ONU está demandando un alto el fuego (que, para Hizbulá, se interpreta como una pausa antes de la próxima ronda de ataques a Israel). A pesar de la frecuente retórica de la ONU sobre los beneficios de la democracia, parecen tener una idea imperfecta de cómo funciona en realidad. Por ejemplo, si un grupo terrorista lanzase mil cohetes contra cualquier democracia, los ciudadanos de dicha democracia exigirían una acción militar contra los atacantes, no un alto el fuego y el evitar una "respuesta desproporcionada".

Israel entra ahora en la segunda semana de una operación militar de tres semanas. La primera semana fue principalmente una campaña de bombardeo para dañar la capacidad de Hizbulá de desplazar fácilmente hombres y municiones, y para destruir instalaciones de Hizbulá, especialmente lugares de almacenamiento de cohetes. La campaña aérea ha alcanzado hasta ahora unos 1.200 objetivos, incluidos unos 200 lugares de almacenamiento de cohetes. Ha habido unas mil bajas libanesas, menos de una por cada ataque aéreo.

En la segunda semana pequeños grupos de tropas de tierra entran en el sur del Líbano para investigar sitios donde se sospecha que se almacenan cohetes. Esta táctica ha descubierto los sitios cuya construcción Hizbulá fue capaz de ocultar a los reconocimientos aéreos y de satélite israelíes. Hasta ahora, se ha destruido aproximadamente la mitad de los stocks de cohetes de Hizbulá, mientras que alrededor de mil cohetes se han disparado contra Israel. Se estima que Hizbulá tenía unos 14.000 cohetes, la mayoría de menor tamaño (122 mm).

Hizbulá ha entrenado también varias docenas de equipos para sacar los cohetes de sus lugares de almacenamiento y lanzarlos hacia el norte de Israel. En la tercera semana del plan militar de Israel, entrarán más tropas en el sur del Líbano, y los hombres de Hizbulá serán muertos o expulsados. En ese punto, se podrá invitar al Líbano o a la ONU a hacerse cargo de la zona, con alguna garantía (un punto peliagudo) de que Hizbulá no regrese. Si eso no funciona, Israel tiene la opción de crear una zona neutral de 30-40 km de profundidad en el sur del Líbano. Varios cientos de miles de civiles libaneses han huido ya de esa zona, y puede que no se les permita regresar hasta que se haga algo acerca de Hizbulá.


Llama la atención (al menos a mí) que los israelíes supuestamente sedientos de sangre civil necesiten más de un ataque aéreo para herir o matar a un libanés. Y que avisen antes de atacar, claro.

04 julio 2006

Cuando en el curso...

Como la traducción del Cato Institute de la Declaración de Independencia que enlaza Daniel se me hace algo rara, y aprovechando que tenía una hecha, allá va:


DECLARACIÓN DE INDEPENDENCIA

EN CONGRESO, 4 DE JULIO DE 1776
DECLARACIÓN DE LOS REPRESENTANTES DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
REUNIDOS EN CONGRESO GENERAL




Cuando en el curso de los acontecimientos humanos se hace necesario para un pueblo disolver los lazos políticos que le unían a otro, y asumir entre las potencias de la Tierra la posición separada e igual a que las leyes de la Naturaleza y del Dios de la Naturaleza le dan derecho, un decente respeto a las opiniones de la Humanidad requiere declarar las causas que le impelen a la separación.

Sostenemos que estas verdades son por sí mismas evidentes: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para asegurar estos derechos se instituyen entre los hombres gobiernos, los cuales derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados; que cuandoquiera que alguna forma de gobierno se torna destructiva de estos fines es derecho de las gentes alterarla o abolirla, e instituir un nuevo gobierno, poniendo sus fundamentos en los principios y organizando sus poderes de la forma que juzguen que más verosímilmente llevará a su seguridad y felicidad. La prudencia, ciertamente, dictará que un gobierno largamente establecido no se cambie por causas leves y transitorias; y, de acuerdo con esto, la experiencia ha mostrado siempre que los hombres están más dispuestos a sufrir, mientras puedan sus males sufrirse, que a hacerse justicia aboliendo las formas a las cuales están acostumbrados. Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, que persiguen invariablemente el mismo fin, atestigua el designio de someterles a un absoluto despotismo, es su derecho, es su deber, derribar a un tal gobierno y proveer nuevas garantías para su futura seguridad. Tal ha sido el paciente sufrimiento de estas colonias, y tal es ahora la necesidad que las constriñe a modificar sus anteriores sistemas de gobierno. La historia del presente rey de la Gran Bretaña es una historia de repetidas injurias y usurpaciones, todas las cuales tienen como directo objeto el establecimiento de una tiranía absoluta sobre estos estados. Para probar esto, sométanse los hechos a un mundo imparcial.

  Ha rehusado su sanción a leyes, las más saludables y necesarias para el bien público.

  Ha prohibido a sus gobernadores aprobar leyes de inmediata y apremiante importancia, a menos que fueran suspendidas hasta la obtención de su sanción; y, una vez suspendidas, ha omitido por completo prestarles atención.

  Ha rehusado aprobar otras leyes para el acomodo de grandes comunidades, a menos que renunciaran al derecho de representación en la legislatura, un derecho inestimable para ellas, y temible para los tiranos solamente.

  Ha convocado a los cuerpos legislativos en lugares inusuales, incómodos y distantes del lugar de depósito de sus archivos públicos, con el solo propósito de fatigarlos hasta que se plegasen a sus disposiciones.

  Ha disuelto repetidamente Cámaras de Representación, por oponerse con viril firmeza a sus invasiones de los derechos de las gentes.

  Ha rehusado por largo tiempo, tras tales disoluciones, convocar nuevas elecciones; por donde los poderes legislativos, incapaces de aniquilación, han vuelto al pueblo en pleno para su ejercicio; quedando el estado entretanto expuesto a todos los peligros de invasiones externas y convulsiones internas.

  Se ha esforzado en evitar la población de estos estados; con tal propósito ha obstruido las leyes de naturalización de extranjeros, rehusando aprobar otras que alentasen sus migraciones aquí, y ha elevado las condiciones para nuevas apropiaciones de tierras.

  Ha obstruido la administración de la justicia, rehusando su sanción a leyes para el establecimiento de poderes judiciales.

  Ha hecho a los jueces dependientes de su sola voluntad para el ejercicio de sus cargos y el monto y pago de sus salarios.

  Ha erigido una multitud de nuevos cargos, y enviado aquí enjambres de funcionarios para acosar a nuestra gente y devorar su sustancia.

  Ha mantenido entre nosotros, en tiempo de paz, ejércitos en pie de guerra, sin el consentimiento de nuestras legislaturas.

  Ha influido para volver a los militares independientes de y superiores al poder civil.

  Se ha confabulado con otros para sujetarnos a una jurisdicción ajena a nuestra Constitución, y no reconocida por nuestras leyes, otorgando su sanción a sus actos de pretendida legislación:
   Para acuartelar entre nosotros grandes unidades de tropas armadas;
   Para protegerlas, por medio de un juicio fingido, del castigo por cualesquiera asesinatos que cometieran entre los habitantes de estos estados;
   Para interrumpir nuestro comercio con todas las partes del mundo;
   Para gravarnos con impuestos sin nuestro consentimiento;
   Para privarnos, en muchos casos, de los beneficios del juicio por jurado;
   Para transportarnos allende los mares para ser juzgados por supuestas ofensas;
   Para abolir el libre sistema de las leyes inglesas en una provincia vecina, estableciendo en ella un gobierno arbitrario, y ampliando sus límites, como para volverla a un tiempo un ejemplo y un instrumento adecuado para introducir el mismo gobierno absoluto en estas colonias;
   Para arrebatarnos nuestras Cartas, aboliendo nuestras leyes más preciosas, y alterando fundamentalmente las formas de nuestros gobiernos;
   Para suspender nuestras legislaturas propias, y declararse ellos mismos investidos del poder de legislar por nosotros en todos los casos.

  Ha abdicado su gobierno aquí, declarándonos fuera de su protección y haciéndonos la guerra.

  Ha saqueado nuestros mares, devastado nuestras costas, incendiado nuestras ciudades, y destruido las vidas de nuestra gente.

  Está, en estos momentos, transportando grandes ejércitos de mercenarios extranjeros para completar las obras de muerte, desolación y tiranía, ya comenzadas con circunstancias de crueldad y perfidia, con apenas paralelo en las más bárbaras edades, y totalmente indignas de la cabeza de una nación civilizada.

  Ha obligado a nuestros conciudadanos cautivados en alta mar a tomar las armas contra su país, a convertirse en verdugos de sus amigos y hermanos, o a caer ellos a sus manos.

  Ha excitado insurrecciones entre nosotros, y se ha esforzado en traer sobre los habitantes de nuestras fronteras a los despiadados indios salvajes, cuya conocida ley de guerra es la indistinta destrucción de todas las edades, sexos y condiciones.

En cada fase de estas opresiones hemos solicitado su remedio en los más humildes términos: nuestras repetidas peticiones han sido respondidas solamente con repetidas injurias. Un príncipe cuyo carácter está de tal modo marcado por todo acto que puede definir a un tirano es indigno de ser el gobernante de un pueblo libre.

Y no hemos sido deficientes en atenciones hacia nuestros hermanos británicos. Les hemos advertido de tanto en tanto de los intentos de su legislatura de extender sobre nosotros una jurisdicción injustificable. Les hemos rememorado las circunstancias de nuestra migración y establecimiento aquí. Hemos apelado a su natural justicia y magnanimidad, y les hemos conjurado por los lazos de nuestra común estirpe a denunciar esas usurpaciones, que inevitablemente habrían de interrumpir nuestra unión y correspondencia. También ellos han sido sordos a la voz de la justicia y de la consanguinidad. Debemos, por tanto, reconocer la necesidad que proclama nuestra separación, y considerarlos, como consideramos al resto de la Humanidad, enemigos en la guerra y, en la paz, amigos.

Nosotros, por tanto, los representantes de los Estados Unidos de América, reunidos en congreso general, apelando al Supremo Juez del mundo por lo que atañe a la rectitud de nuestras intenciones, en el nombre y por la autoridad de las buenas gentes de estas colonias, solemnemente publicamos y declaramos que estas colonias son, y por derecho deben ser, estados libres e independientes; que quedan absueltas de toda lealtad a la Corona británica, y que cualquier conexión política entre ellas y el estado de Gran Bretaña queda y debe quedar totalmente disuelta; y que, como estados libres e independientes, tienen completo poder para declarar la guerra, concluir la paz, contraer alianzas, establecer comercio, y para realizar todos los actos y hacer todas las cosas que los estados independientes pueden por derecho hacer. Y en apoyo de esta declaración, con firme confianza en la protección de la Divina Providencia, mutuamente empeñamos nuestras vidas, nuestras fortunas y nuestro sagrado honor.


  John Hancock
 
New-Hampshire: Josiah Bartlett; Wm. Whipple; Matthew Tornton.
 
Massachusetts-Bay: Saml. Adams; John Adams; Robt. Treat Paine; Elbridge Gerry.
 
Rhode-Island & Providence, &c.: Step. Hopkins; William Ellery.
 
Connecticut: Roger Sherman; Saml. Huntington; Wm. Williams; Oliver Wolcott.
 
New-York: Wm. Floyd; Phil. Livingston; Frans. Lewis; Lewis Morris.
 
New-Jersey: Richd. Stockton; Jno. Witherspoon; Fras. Hopkinson; John Hart; Abra. Clark.
 
Pennsylvania: Robt. Morris; Benjamin Rush; Benja. Franklin; John Morton; Geo. Clymer; Jas. Smith; Geo. Taylor; James Wilson; Geo. Ross.
 
Delaware: Caesar Rodney; Geo. Read; (Tho. M:Kean).
 
Maryland: Samuel Chase; Wm. Paca; Thos. Stone; Charles Carroll, of Carrollton.
 
Virginia: George Wythe; Richard Henry Lee; Ths. Jefferson; Benja. Harrison; Thos. Nelson, jr.; Francis Lightfoot Lee; Carter Braxton.
 
North-Carolina: Wm. Hooper; Joseph Hewes; John Penn.
 
South-Carolina: Edward Rutledge; Thos. Heyward, junr.; Thomas Lynch, junr.; Arthur Middleton.
 
Georgia: Button Gwinnett; Lyman Hall; Geo. Walton.

18 junio 2006

Leña a Linux por cortesía de... Linux

Presenciamos una nueva onda de vituperio a Linux en particular y el software libre en general que empezó David Millán y continúa Fernando Díaz Villanueva.

Parece que a ninguno le ha convenido averiguar en qué funcionan sus respectivos blogs. Yo lo he hecho en Netcraft, que comprendo que a ellos les dé yuyu porque usa un sistema operativo y servidor Web libres:

Site report for www.netcraft.com
...
OS: FreeBSD
Web Server: Apache/1.3.27 Unix mod_perl/1.27

Pero, ya que nosotros no les tenemos alergia, veamos gracias a quién podemos leer el blog de David:

Site report for davidmillan.wordpress.com
...
OS: Linux
Web Server: LiteSpeed

¡Ah! ¡Linux! ¡Inmundo! ¡Inmundo! Dentro de lo malo, afortunadamente LiteSpeed no es software libre (aunque tiene una versión gratuita, lo que no sé si te gustará). ¿Y el de Fernando?

Site report for www.diazvillanueva.com
...
OS: Linux
Web Server: Apache/2.0.51 Fedora

Fernando, tendrás que retirarte el saludo a ti mismo por rojo; no sólo tu blog se publica en Linux, sino además con Apache, el servidor web libre por excelencia.

¿Y los periódicos en los que escribís? A ver David:

Site report for hispalibertas.com
...
OS: Linux
Web Server: Apache

Je. Y Fernando:

Site report for libertaddigital.com
...
OS: Linux
Web Server: Apache/2.0.51 Unix PHP/5.0.1

Algo tendrá Linux cuando os da de comer...

Addendum: me había dejado a Econoclasta, que, eso sí, está en vena más moderada y casi irreprochable.

10 junio 2006

Las lecciones éticas de las armas de fuego



"El portar armas es el medio esencial por el cual el individuo afirma tanto su poder social como su participación en la política como un ser moral responsable..." (J.G.A. Pocock, historiador, describiendo las creencias de los fundadores de los Estados Unidos).

No hay nada como tener el dedo en el gatillo de un arma de fuego para revelar quién se es en realidad. Vida o muerte en la contracción de un músculo; la decisión definitiva, con el precio definitivo por la irreflexión o las malas elecciones.

Es una especie de prueba del ácido, una iniciación, el saber que hay una fuerza letal en tu mano y que todas las complejidades y ambigüedades de la elección moral se han refinado hasta quedar en una sola acción: ¿disparar o no?

En verdad, se nos llama a tomar opciones de vida o muerte más a menudo de lo que en general nos damos cuenta. Toda opción política se reduce al cabo a la opción de cuándo y cómo usar fuerza letal, porque la amenaza de fuerza letal es lo que hace de la política y la ley algo más que un juego del que cualquiera puede salirse en cualquier momento.

Pero la mayoría de nuestras opciones de vida y muerte son abstractas; sus costes son difusos y distantes. Estamos aislados de esos costes por capas de instituciones que hemos creado para especializarse en la violencia controlada (policía, cárceles, ejércitos) y para dirigir esa violencia (legislaturas, tribunales). De este modo, las lecciones que esas opciones enseñan rara vez son personales para la mayoría de nosotros.

Nada de lo que la mayoría de nosotros jamás haremos combina el peso moral de la opción de vida o muerte con la inmediatez concreta del momento como el manejo consciente de instrumentos deliberadamente diseñados para matar. Así pues, hay lecciones tan implacables como inapreciables que aprender del llevar armas; lecciones que no son meramente instructivas para el intelecto sino transformadoras del entero carácter emocional, reflexivo y moral.

La primera y más importante de estas lecciones es esta: al final, todo depende de ti.

El dedo en el gatillo no es de nadie sino tuyo. Todas las frases que hay en tu cabeza, todas las emociones de tu corazón, todas las experiencias de tu pasado; estas cosas pueden informar tu elección, pero no pueden mover tu dedo. Toda la socialización y racionalización y justificación del mundo, toda la aprobación o desaprobación de tus vecinos; ninguna de estas cosas puede tampoco apretar el gatillo. Pueden cambiar tus sentimientos sobre la elección, pero sólo tú puedes hacer la elección. Sólo tú. Sólo aquí. Sólo ahora. ¿Disparar, o no?

La segunda es esta: jamás cuentes con poder deshacer tus elecciones.

Si disparas a alguien al corazón, estará muerto. No puedes volverlo a traer. No hay repeticiones. Las decisiones de verdad son así; las tomas, y vives con ellas; o mueres con ellas.

Una tercera lección es esta: al universo no le importan los motivos.

Si tu arma se dispara accidentalmente mientras está orientada en una dirección insegura, la bala matará igual que si hubieras apuntado. “No tenía intención de” puede persuadir a otros de que es menos probable que repitas un comportamiento, pero no devolverá la vida a un cadáver.

Son lecciones duras, pero necesarias. Formuladas, por escrito, pueden parecer triviales u obvias. Pero la madurez ética consiste, en una parte significativa, en saber estas cosas; no meramente en el nivel del intelecto sino en el nivel de la emoción, la experiencia y el reflejo. Y nada enseña estas cosas como la repetida confrontación de opciones de vida o muerte con un serio conocimiento de las consecuencias del fracaso.

Esta intuición psicológica a la vez ilumina y queda reforzada por un hecho central en la historia de los Estados Unidos que suele considerarse puramente político, e incluso (y erróneamente) de interés sólo para los estadounidenses.

Los Padres Fundadores de los Estados Unidos creían, y escribieron, que el portar armas era esencial para el carácter y la dignidad de un pueblo libre. Por esta razón escribieron una Segunda Enmienda en la Declaración de Derechos que reza: “el derecho a portar armas no será infringido”.

Ya se esté de acuerdo o no con ella, la Segunda Enmienda suele interpretarse en estos últimos tiempos como un axioma de carácter político; una expresión de pensamiento político republicano, una prescripción para un equilibrio de poderes en el que el pueblo armado es al menos igual en poderío a las fuerzas organizadas del gobierno.

Es todas estas cosas. Pero es algo más, porque los Fundadores consideraban inseparables el carácter político y el carácter ético individual. Tenían una clara idea de las virtudes individuales necesarias colectivamente para un pueblo libre. No consideraban el hábito de llevar armas meramente una virtud política, sino un promotor directo de la virtud personal.

Los Fundadores habían sido revolucionarios armados con éxito. Cada uno de ellos había confrontado repetidas opciones de vida o muerte, con serio conocimiento de las consecuencias del fracaso. Quisieron que el pueblo de su nación recién nacida cultivase siempre esa clase de madurez ética, el vivo sentido de la responsabilidad moral individual que ellos habían aprendido personalmente del uso de fuerza letal en defensa de su libertad.

En consecuencia, se prohibieron las armas de fuego solamente a aquellos a quienes se pretendía mantener impotentes e infantilizados. Las prohibiciones de armas en los Estados Unidos tienen sus orígenes en la legislación racista diseñada para desarmar a los esclavos y libertos negros. La fraseología de esa legislación recompensa el estudio; se diseñó no sólo para denegar a los negros el poder político de las armas, sino para impedirles aspirar a la dignidad de hombres libres.

La dignidad de hombres libres (y, como adecuadamente añadiríamos hoy, mujeres libres). Es una frase que merece meditación. Ahora que el siglo XX se acerca a su fin suena arcaica. Nuestro discurso casi ha perdido el concepto de que la salud de la res publica se funda en la virtud privada. Demasiados de nosotros contemplan a un presidente que predica “valores familiares” y “responsabilidad” a la nación mientras comete adulterio y perjurio, y no ven una contradicción.

Pero la pregunta formulada por Thomas Jefferson en su discurso inaugural de 1801 aún tiene aguijón. Si no se puede confiar a un hombre el gobierno de sí mismo, ¿cómo puede confiársele el gobierno de otros? Y aquí es donde la historia y la política cierran el círculo volviendo a la ética y la psicología: porque “la dignidad de un hombre (o mujer) libre” consiste en ser competente para gobernarse a sí mismo, y en saber, hasta el centro de sí mismo, que se es competente para ello.

Y es aquí donde la ética y la psicología nos traen de vuelta al portar armas. Pues la causalidad fluye aquí en ambos sentidos; la dignidad de un hombre libre es lo que le hace éticamente competente para portar armas, y el acto de portar armas promueve (enseñando sus duras y sutiles lecciones) las cualidades interiores que componen la dignidad de un hombre libre.

No siempre es así, por supuesto. Hay un 3% o así de psicóticos, drogadictos y desviados criminales que son incapaces de alcanzar la dignidad de hombres libres. Las armas en manos de estos tales no promueven la virtud, sino que son meros instrumentos de tragedia y destrucción. Pero también lo son los automóviles. Y los cuchillos de cocina. Y los ladrillos. Los éticamente incompetentes encuentran fácilmente (y efectivamente) otros medios para destruir y aterrorizar cuando se les deniegan armas. Y, cuando las armas civiles están prohibidas, encuentran más fácilmente víctimas indefensas.

Pero para el otro 97% el portar armas funciona no solamente como una afirmación de poder, sino como una disciplina intensa y redentora. Cuando la muerte súbita pende a centímetros de tu mano derecha, te vuelves mucho más cuidadoso, más atento, y mucho mas pacífico en tu corazón; porque sabes que, si eres impulsivo o descuidado en tus acciones o sucumbes al mal genio, morirá gente.

Demasiados de nosotros hemos llegado a creernos incapaces de esta disciplina. Caemos presa de la morbosa creencia de que, en el fondo, todos somos psicópatas o incompetentes. Se nos ha enseñado a imaginarnos a nosotros mismos con armas solamente como malvados, destinados a sucumbir a lo peor de nuestra propia naturaleza y a matar a alguien amado en un momento de descuido o de ira. O a acabar nuestros días acorralados en un centro comercial, escuchando los megáfonos de la policía mientras un tirador SWAT afina la puntería...

Pero no es así. Creer esto es ignorar las estadísticas y patrones generativos de los crímenes con armas. “Virtualmente nunca”, escribe el criminólogo Don B. Kates, “son los asesinos la gente ordinaria y respetuosa de la ley contra quien se dirigen las prohibiciones de armas. Casi sin excepción, los asesinos son aberrantes extremos con historias de toda una vida de crímenes, abuso de sustancias, psicopatología, retraso mental y/o violencia irracional contra quienes les rodean, así como otras conductas peligrosas, por ejemplo accidentes con automóviles y armas de fuego”.

Creer que se es incompetente para llevar armas es, por tanto, vivir en un corrosivo y casi siempre innecesario temor de sí mismo; de hecho, declararse a sí mismo un cobarde moral. Sería muy difícil imaginar un estado más lejano de “la dignidad de un hombre libre”. En ser un modo de exorcizar este demonio, de reclamar para nosotros mismos la dignidad y el valor y la autoconfianza ética de un hombre (o mujer) libre, radica, en último término, la máxima importancia del llevar armas personales.

Esta es la lección ética final del llevar armas: que es posible hacer elecciones correctas, y que el juicio ordinario de hombres (y mujeres) ordinarios es suficiente para ello.

Podemos verdaderamente aceptar nuestro poder y nuestra responsabilidad de tomar decisiones de vida o muerte, más bien que temerlos. Podemos aceptar nuestra responsabilidad definitiva de nuestras propias acciones. Podemos saber (no sólo intelectualmente, sino en la fibra de nuestra experiencia) que somos aptos para escoger.

Y no sólo podemos; debemos. Los Padres Fundadores de los Estados Unidos entendían por qué. Si fracasamos en esta prueba, fracasamos no sólo en la virtud privada sino consecuentemente en nuestra capacidad para hacer elecciones públicas. Sin timón, carentes de una fe en nosotros mismos bien ganada y fundada, no podemos sino ir a la deriva; cada vez más impotentes para reunir aun la voluntad de resistir a predadores y tiranos, no digamos la capacidad de hacerlo.

Joel Barlow, un teórico político de la época de Jefferson, escribió reveladoramente: “[El desarme de los ciudadanos tiene] un doble efecto, paraliza la mano y embrutece la mente: un desuso habitual de las fuerzas físicas destruye totalmente la [fuerza] moral; y los hombres pierden a un tiempo el poder de protegerse a sí mismos y el de discernir la causa de su opresión.”

Vivimos con una historia reciente de masacres por gobiernos que han empequeñecido en alcance y crueldad a cualquier cosa que Barlow o Jefferson pudieran haber imaginado. La masacre turca de los armenios, la “solución final” nazi, las purgas soviéticas, los campos de la muerte de Camboya, las masacres hutu-tutsi en Ruanda; todas y cada una de estas vastas y horribles carnicerías fueron precedidas y dependieron del desarme de las víctimas.

Es más importante que nunca, hoy después de un siglo de sangre, que retengamos el poder tanto para protegernos a nosotros mismos como para discernir la causa de tales opresiones. Esa causa nunca ha estado en las armas civiles portadas por hombres libres, sino en su opuesto y enemigo: la brutalidad organizada y sin conciencia de estados cancerosos.

Es hora de reconocer que, como individuos y como ciudadanos de nuestros vecindarios y nuestras naciones y nuestro planeta, hemos ido demasiado lejos por un camino que lleva sólo a la desintegración tanto de la sociedad como del yo; un futuro de borregos atomizados y alienados, aterrorizados del reflejo en los ojos de los demás de los fantasmas que hay en sus propias almas, presa fácil de demagogos y dictadores.

Es hora de que cada uno de nosotros redescubra la dignidad de los hombres (y mujeres) libres del único modo posible; probándola en el crisol de la decisión diaria, incluso en los asuntos definitivos de vida y muerte. Es hora de que aceptemos el llevar armas de nuevo; no meramente como una disuasión contra criminales y tiranos, sino como un don y sacramento y afirmación para con nosotros mismos.


Vía Diarios de las estrellas.

21 mayo 2006

El auténtico Iraq

Amir Taheri escribe sobre Iraq en Commentary (vía Instapundit y Fausta):

Desde mi primer encuentro con Iraq, hace casi cuarenta años, he confiado en varias amplias medidas de salud social y económica para evaluar la condición del país. En los buenos tiempos y en los malos, estos signos han demostrado ser notablemente precisos; es decir, tan precisos como es posible en los asuntos humanos. Hace ya algún tiempo que todos están apuntando en una dirección inequívocamente positiva.

El primer signo son los refugiados. Cuando la situación ha sido verdaderamente desesperada en Iraq (en 1959, 1969, 1971, 1973, 1980, 1988 y 1990) se han formado en las fronteras turca e iraní largas colas de iraquíes con la esperanza de huir. En 1973, por ejemplo, cuando Saddam Husseín decidió expulsar a todos aquellos cuyos antepasados no hubieran sido ciudadanos otomanos antes de la creación de Iraq como estado, aproximadamente 1,2 millones de iraquíes dejaron sus hogares en sólo seis semanas. Este no fue el exilio temporal de un pequeño grupo de profesionales e intelectuales de clase media, que es un fenómeno bastante común en la mayoría de los países árabes; fue una partida en masa, que afectó a gente tanto de pequeñas aldeas como de grandes ciudades, y fue una escena que se repitió regularmente bajo Saddam Husseín.

Desde la caída de Saddam en 2003, esta es una imagen altamente perjudicial que no hemos visto en nuestros televisores; y podemos estar seguros de que la veríamos si fuera posible mostrarla. Al contrario, los iraquíes, en lugar de huir, han estado volviendo a casa. Al final de 2005, según la estimación más conservadora, el número de repatriados superaba 1.200.000. Muchos de los campos establecidos para refugiados iraquíes en Turquía, Irán y Arabia Saudí desde 1959 han sido cerrados. El más antiguo de tales centros, en Ashrafiya, en Irán sudoccidental, se cerró formalmente cuando sus últimos ocupantes iraquíes volvieron a su país en 2004.

Un segundo signo fiable concierne también al movimiento humano, pero de una especie diferente: el flujo de peregrinos a los santuarios chiítas de Karbala y Nayaf. Siempre que las cosas empiezan a ir mal en Iraq, este flujo se reduce a un hilillo y luego se seca por completo. De 1991 (cuando Saddam Husseín masacró chiítas, involucrados en una revuelta contra él) a 2003 apenas hubo peregrinos a estas ciudades. Desde la caída de Saddam desbordan de visitantes. En 2005 los lugares santos recibieron, según se estima, a doce millones de peregrinos, lo que los convierte en los más visitados de todo el mundo musulmán, por delante de La Meca y de Medina.

Más de 3.000 clérigos iraquíes han regresado también del exilio y los seminarios chiítas, que hace sólo algunos años no tenían más que unas pocas docenas de pupilos, tienen ahora más de 15.000 procedentes de cuarenta países. Esto es así porque Nayaf, el más antiguo centro de erudición chiíta, puede de nuevo ofrecer una alternativa a Qom, la ciudad santa iraní, donde se enseña una versión radical y altamente politizada del chiísmo. Quienes quieren dedicarse al estudio de formas más tradicionales y quietistas van ahora a Iraq, donde, a diferencia de Irán, los seminarios no están controlados por el gobierno y su policía secreta.

Un tercer signo es puramente económico: el valor del dinar iraquí, especialmente comparado con las otras monedas principales de la región. En los años finales de gobierno de Saddam Husseín el dinar iraquí estaba en caída libre; después de 1995, ni siquiera se cambiaba en Irán y Kuwait. Por contraste, el nuevo dinar, introducido al principio de 2004, se está portando bien frente al dinar kuwaití y el real iraní, habiendo subido un 17% contra el primero y un 23% contra el segundo. Aunque todavía es imposible fijar su valor contra una cesta de divisas internacionales, el nuevo dinar aumentó su valor frente al dólar en casi un 18% entre agosto de 2004 y agosto de 2005. La abrumadora mayoría de los iraquíes, y millones de iraníes y kuwaitíes, lo tratan ahora como un medio de cambio seguro y sólido.

El cuarto de mis signos probados por el tiempo es el nivel de actividad de las pequeñas y medianas empresas. En el pasado, siempre que las cosas han ido cuesta abajo en Iraq grandes números de tales enmpresas simplemente han cerrado, con los emprendedores más capaces del país saliendo para Jordania, Siria, Arabia Saudí, los estados del Golfo Pérsico, Turquía, Irán, e incluso Europa y Norteamérica. Desde la liberación, sin embargo, Iraq ha presenciado un boom del sector privado, especialmente entre las pequeñas y medianas empresas.

Según el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, así como numerosos estudios privados, la economía iraquí ha estado yendo mejor que cualquier otra de la región. El producto interior bruto del país alcanzó casi 90 millardos de dólares en 2004 (el último año para el cual se dispone de cifras), más del doble que en 2003, y su tasa real de crecimiento, según la estimación del FMI, fue del 52,3%. En ese mismo período las exportaciones aumentaron en más de 3 millardos de dólares y la inflación cayó al 25,4%, desde el 70% en 2002. La tasa de desempleo se redujo a la mitad, del 60% al 30%.

Relacionado con esto está el nivel de actividad agrícola. Entre 1991 y 2003 el sector agrario del país experimentó un declive sin precedentes, dejando al final a la nación casi entera dependiente de las raciones distribuidas por las Naciones Unidas en el programa Petróleo por Alimentos. En los últimos dos años, por contra, la agricultura iraquí ha experimentado un resurgimiento también sin precedentes. Iraq exporta ahora alimentos a países vecinos, algo que no ocurría desde los años 50. Mucho del auge se debe a pequeños propietarios que, al liberarse del sistema colectivista impuesto por los baazistas, han retomado el control de tierras confiscadas por el Estado hace decenios.

Finalmente, uno de los más seguros índices de salud de la sociedad iraquí ha sido siempre su disposición a hablar al mundo exterior. Los iraquíes son gente locuaz; cuando quedan silenciosos, es incontrovertible que la vida se les está haciendo dura. Ha habido tiempos, ciertamente, en los que apenas podía encontrarse a un iraquí, en Iraq o en el extranjero, dispuesto a expresar una opinión acerca de algo que tuviera que ver ni remotamente con la política. Esto es lo que quería decir Kanan Makiya cuando describió el régimen de Saddam Husseín como una república del miedo.

Hoy, de nuevo en dramático contraste, los iraquíes son habladores hasta el exceso. Los debates en radio y televisión y los blogs están de moda, mientras que acaloradas discusiones están la orden del día en tiendas, casas de té, bazares, mezquitas, oficinas y domicilios privados. Luay Abdulilá, el escritor de relatos y diarista iraquí, lo describe como una catarsis. Es una manera de tomar venganza contra decenios de mortal silencio. Además, una amplia red de medios independientes ha surgido en Iraq, incluidos más de cien periódicos y revistas de propiedad privada y más de dos docenas de emisoras de radio y televisión. Para cualquiera familiarizado con el estado de los medios de comunicación en el mundo árabe, es una obviedad que Iraq es hoy el lugar donde la libertad de expresión se ejerce más efectivamente.


El artículo es mucho más largo, y digno de leerse entero.

05 febrero 2006

Belaborda estrena blog

Aquí. Que sea enhorabuena, Belaborda.

Caricaturas de Mahoma

—¡Papá, papá! ¡En el colegio los niños dicen que eres un mafioso!
—No te preocupes, hijo, que yo me encargo del asunto.
—Sí, papá; pero haz que parezca un accidente.


(De las pancartas de los manifestantes en el segundo enlace me encanta sobre todo la de "EXTERMINAD A LOS QUE CALUMNIAN AL ISLAM"; llamándolo intolerante y asesino, supongo.)

Si yo fuera más como Agados esta entrada habría terminado hace dos párrafos; pero como soy más como yo, seguiré un rato sobre lo que The Belmont Club ha llamado "el primer contragolpe efectivo en la confrontación cultural entre Occidente y el Islam radical". La opinión de Laurence Simon tal vez no sea, como dice Wretchard, la última palabra sobre la Crisis de las Caricaturas, pero es como poco ilustrativa:

Pienso que el embajador danés debería presentar disculpas. En la iglesia cristiana más grande de Arabia Saudí.

Mientras la construyen o no (esperaré sentado), recogeré el guante que arroja Kantor, más o menos. Las caricaturas del Jyllands-Posten fueron retiradas del sitio web del periódico como tarde a principios de noviembre (al parecer estaban aquí); sin embargo, las dos que reproduce Kantor y la que eligió Franco Alemán son probablemente las mejores, y además pueden verse todas en el Brussels Journal, en 1812, en Face of Muhammed o Noticiero Digital, por ejemplo, de modo que buscaré otras.

Zombie ha dispuesto un archivo de imágenes de Mahoma (no sólo caricaturas sino también representaciones serias, incluso devotas; lo de que los musulmanes nunca han representado gráficamente a Mahoma no es cierto, al menos entre los chiítas, incluso en el Irán actual) y hay más en Coranix.com... o las había hace tres días. Una de las imágenes más duras, y además justificada, es la de The Study of Revenge. (El pie de la ilustración dice: "Mahoma (la paz sea con él)").

Pero elijo dos de Steph Bergol (y las recomiendo todas; pueden verse aquí o, si tumban el sitio, aquí):


Error judicial
Mahoma: ¡Es un error judicial! ¡¡¡Soy Mahoma, el profeta!!!
San Pedro: Definitivamente: ¡culpable!


De mostrarnos a Mahoma allí donde le llevan los demonios se han ocupado por ejemplo Giovanni da Modena en San Petronio de Bolonia, William Blake, Gustave Doré y Salvador Dalí, los tres últimos ilustrando a Dante:

Jamás he visto, en su postrer desquicio,
tonel despedazado, de la suerte
que a uno vi de la barba al orificio.

Sobre los pies los intestinos vierte;
enseña el corazón, y el triste saco
que cuanto traga en fetidez convierte.

Mientras le observo entre el ambiente opaco
me mira, y con las manos se abre el pecho:
"Ve a Mahoma —diciendo—; así yo aplaco

mi destrozo y dolor, y a corto trecho
y con el cráneo hasta la nuca hendido,
va Alí delante, en lágrimas deshecho;

y cuantos aquí ves, que han impelido
de escándalo y discordia a infausta liza,
así purgan el pecado cometido.

Un diablo más allá nos cismatiza
con hacha aguda, en tan horrendo estilo
que hace en todos, cual ves, sangrienta liza.

Así damos la vuelta al negro asilo,
y vuelve ya cerrada toda herida
cuando tornamos de su acero al filo."


(Infierno, canto XXVIII, en la traducción de Juan de la Pezuela; aquí el original). Pero vayamos con la segunda caricatura:

Jesús y Mahoma
Jesús: Mahoma, mi reino no es de este mundo...
Mahoma: ¡¡¡El mío, sí!!!


De eso se trata exactamente en la respuesta islamista a las caricaturas: imponer su dominio, en este caso sus restricciones a la libertad de expresión, incluso en las partes de este mundo que aún ("aún" según esperan ellos) no son de su reino. Nuestra respuesta a su respuesta ha de ser o permitírselo o no.

Algunos están por permitírselo, por ejemplo Tony Blair:

El 31 de enero de 2006 la Cámara de los Comunes británica rechazó por un estrecho margen —283 votos contra 282— el proyecto presentado por el Nuevo Laborismo de Ley de Odio Racial y Religioso, que pretendía prohibir expresiones verbales o artísticas que las comunidades religiosas considerasen insultantes.

Carlos Semprún Maura es pesimista; opina que Europa muestra en esto la firmeza del melocotón podrido. Lucrecio piensa que ya nos hemos suicidado. Wretchard ve tiempos interesantes, con posibilidades tanto de catástrofe como de éxito:

Puede verse la crisis de las caricaturas como un desastre estratégico o como una bendición para la Guerra contra el Terror. El argumento para el primer punto de vista es que en la guerra contra los extremistas es necesario ganarse a los moderados. E incluso si es imposible ganárselos puede conseguirse que sigan siendo neutrales o indiferentes; pero en cualquier caso debe evitarse agitar en las masas musulmanas una guerra emocional contra Occidente. La crisis de las caricaturas danesas ha conseguido prender lo que la administración Bush tenía la esperanza de evitar desde el principio: convertir la Guerra contra el Terror en una Guerra con el Islam. Ahora un incidente surgido d un periódico danés relativamente poco conocido ha forzado una elección entre el más profundamente sentido de todos los valores occidentales, la libertad de expresión, y el deseado objetivo estratégico de conservar a la “calle” musulmana a bordo de la Guerra contra el Terror.

El argumento para considerar las caricaturas danesas una bendición descansa en la premisa de que el intento del presidente Bush de separar la Guerra contra el Terror del Islam estaba condenado a fracasar de todas formas, y de que era mejor enfrentarse a ello pronto que tarde. De acuerdo con este punto de vista, reforzado por la elección de Hamas en los territorios palestinos, hay cuestiones religiosas y culturales en la raíz del conflicto internacional. De que la mera votación —en Palestina, por ejemplo— nunca sería suficiente para establecer una democracia liberal mientras la cultura subyacente siguiese siendo hostil y agresiva hacia las raíces de la democracia.

...

Esto no significa que sea inevitable una guerra abierta entre el Islam y Occidente. Pero implica que el conflicto y competición cultural son inevitables, y que esos choques deben disputarse en alguna especie de campo de batalla, aunque no necesariamente uno físico. La actitud de muchos intelectuales occidentales paralizados por la secta del multiculturalismo es, irónicamente, que ellos “no hacen cultura”. Mark Steyn entendió que el multiculturalismo trataba fundamentalmente de evadir los conflictos culturales en lugar de resolverlos. Escribió en el New Criterion: “lo grande del multiculturalismo es que no hace falta saber nada acerca de otras culturas: la capital de Bhután, las principales exportaciones de Malawi, ¿a quién le importan? Todo lo que hace falta es sentirse bien acerca de otras culturas. Es fundamentalmente un fraude, y yo argüiría que subliminalmente se lo aceptó por eso”.

El reto planteado por Peters, Huntington y Steyn es aceptar la existencia de un choque entre civilizaciones y encontrar modalidades —preferentemente pacíficas— de resolverlo.

Nadie puede prever adónde llevará la controversia de las caricaturas danesas. En el mejor de los casos ambos lados volverán a sus líneas de partida después de haber declarado sus posiciones, cada uno con un renovado respeto por el otro. Occidente debería entender, si no se había dado cuenta antes, que los musulmanes están dispuestos a luchar por su religión. Y los musulmanes deberían entender, gracias a la controversia de las caricaturas, que, a pesar de lo todo que hubieran oído en sentido contrario, lo mismo vale para Occidente, y por partida doble. Y a largo plazo ese renuente respeto puede hacer el proceso de ganarse a los moderados musulmanes más fácil que fingir la actitud barata y superficial del multiculturalismo. Pues ¿quién, en el Islam, creería en nosotros si no creyéramos nosotros mismos? ¿Quién en el Islam podría confiar en que luchásemos a su lado si no pudiéramos defender lo que somos, lo que creemos?


Repasando algunos otros de mis blogs habituales leo en The White Peril, por una parte, la reacción de Rondi Adamson ante la declaración por parte de los islamistas de un Día Internacional de la Ira (pero ¿no es cada día un Día Internacional de la Ira para los islamofascistas?); y, por otra, la de Jeff de Beautiful Atrocities (declarar, e inaugurar, un Día Internacional de Ofenda-a-un-Musulmán).

En parecida vena está el Cascarrabias Emérito, Francis Porretto, en una entrada que titula ¿Somos libres de ofender?; en efecto, se refiere al asunto,

el ahora famoso asunto del Jyllands-Posten: la publicación por ese periódico danés de varios dibujos imaginarios de Mahoma, el notorio terrorista, estafador, perjuro, adúltero múltiple y pedófilo árabe del siglo VII, y fundador del Islam.

No puedo imaginar por dónde va a salirnos. ¿Qué opinará, por ejemplo, de las disculpas que pidió el editor del periódico, Carsten Juste?

Ahora bien, vuestro Cascarrabias no tiene ninguna duda de que Carsten Juste es un hombre bueno y honorable. Sólo la gente buena y honorable se preocupa si ofende a otros, aunque esos otros sean intolerantes jinetes de camellos, deficientes morales, con un CI medio de 85 y ningún derecho a ocupar el tiempo o la atención de otras personas excepto al extremo de un arma. Vuestro Cascarrabias comparte el respeto de Juste por la libertad religiosa, y apoyaría a cualquier persona inocente en su derecho a practicar su fe siempre que esa fe no practique la conversión por la espada o exija la subyugación de los no creyentes, de todas las mujeres, de todos los desviados sexuales y de cualquiera con opiniones propias o con el seso que Dios dio a una cucaracha. Pero debe tenerse cuidado en distinguir las religiones genuinas de la variedad sucedánea propia de terroristas, cretinos del Oriente Próximo, criminales americanos encarcelados y seguidores de Louis Farrakhan. Pues estas gentes están deseosas de ver ofensas en todo y en cualquier cosa. De este modo, pierden el derecho a toda consideración por parte de los hombres de buena voluntad.

En realidad, esta pérdida no requiere que el “creyente” intervenga por sí mismo en algún acto nocivo. Todo lo necesario es que afirme su fidelidad a un credo que condone tales cosas:

Vuestro Cascarrabias: ¿Afirma su credo que sus seguidores tienen derechos que los no seguidores no tienen?
Maleante musulmán felacabrones mugriento y asesino: Sí.
Vuestro Cascarrabias: Entonces, si es tan amable de poner las manos en la cabeza y alejarse de mí muy lentamente, le dejaré vivir.

La fidelidad misma es tan ofensiva como cualquier cosa que se pueda decir o hacer.

La pregunta del Cascarrabias, y su respuesta, son la cuestión. Más adelante examina el pequeño detalle de la reciprocidad en el trato:

En los últimos cuatro años, los Estados Unidos han gastado la sangre de más de dos mil de sus jóvenes soldados y muchos miles de millones de dólares para llevar libertad a unos cincuenta millones de víctimas de la tiranía en el Próximo Oriente. Seguimos adelante sin importarnos el credo que siguen o las actitudes que prescribe contra nosotros los “infieles”. Mientras tanto, ese credo ha montado una contracampaña de rencor sin precedentes, un intento sin tapujos de conseguir la hegemonía sobre tanta parte del mundo como puedan abarcar. La punta de lanza de esa campaña en América y Europa Occidental han sido sus berridos de ofensa por las expresiones y opiniones de no musulmanes.

Esto, por parte de un credo que predica que el deber de sus seguidores es obligar a toda rodilla a doblarse ante el Islam; que sanciona el uso de cualquier subterfugio para hacer progresar los intereses del Islam; que ordena a todo musulmán apoyar a todo otro musulmán contra cualquier reclamación de un “infiel”, sin importar si está justificada; que sostiene que un “infiel” no tiene derechos que un musulmán esté obligado a respetar. Enseñan a sus hijos todo esto en cientos de madrasas en este país y en otras partes. Les enseñan también que Osama ben Laden y los terroristas del Martes Negro son grandes héroes del Islam, las manos del Profeta destinadas a traer al fin el Califato sobre el mundo entero.

El Islam no es una religión; es un programa de conquista totalitaria, más vil aún que el nazismo, y no merece respeto ni consideración por los sentimientos de los que comulgan con él. Deberían ser vigilados con atención microscópica y la máxima desconfianza. No debería concedérseles ningún margen en absoluto.

El asunto del Jyllands-Posten debería ser un punto de reunión para los pueblos libres del mundo. Más bien que derrochar declaraciones de afirmación de nuestras inofensivas intenciones y conciliadora naturaleza con los perpetuamente ofendidos musulmanes —veamos, ¿ha tenido alguno de ellos algo que decir sobre la carta fundacional de Hamas últimamente, con lo de las elecciones palestinas y eso?— deberíamos alzarnos sobre nuestras patas traseras y desafiarles a que osen hacer la más pequeña cosita para provocarnos.

Deberíamos estar dispuestos para reaccionar ante cualquier uso de la fuerza con fuerza incomparablemente mayor.

“Comprad danés”, por supuesto. Más allá de eso, aprestad vuestra truculencia y estad dispuestos a apoyar a otros en la posición del Jyllands-Posten. Habrá otros, no lo dudéis. Los musulmanes pueden encontrar “ofensa” en cualquier cosa. Respetan sólo la fuerza superior. Hasta que no se hayan enfrentado a una ira y desafío incomparablemente mayores que los que sus resecas glándulas puedan sostener, no nos darán sino más de lo mismo.

Oderint dum metuant!

Sí; mejor que los islamistas nos odien, mientras nos teman que el actual nos odian y nos desprecian. O que otra caída del imperio romano.

22 enero 2006

Libertad para la historia

Me entero por Juan Pedro Quiñonero de que el 13 de diciembre pasado diecinueve historiadores franceses publicaron el siguiente manifiesto:

Movidos por las intervenciones políticas cada vez más frecuentes en la apreciación de los acontecimientos del pasado y por los procedimientos judiciales que atañen a historiadores y pensadores, queremos recordar los siguientes principios:

La historia no es una religión. El historiador no acepta ningún dogma, no respeta ningún interdicto, no conoce tabús. El historiador puede ser irritante.

La historia no es la moral. El papel del historiador no es exaltar o condenar, sino explicar.

La historia no es la esclava de la actualidad. El historiador no aplica al pasado esquemas ideológicos contemporáneos y no introduce en los acontecimientos de otras épocas la sensibilidad de hoy.

La historia no es la memoria. El historiador, en un proceso científico, recoge los recuerdos de los hombres, los compara entre sí, los confronta con los documentos, con los objetos, con los rastros, y establece los hechos. La historia tiene en cuenta la memoria, pero no se reduce a ella.

La historia no es un objeto jurídico. En un Estado libre, no corresponde ni al Parlamento ni a la autoridad judicial definir la verdad histórica. La política del Estado, aun cuando esté animada por las mejores intenciones, no es la política de la historia.

Violando estos principios, artículos de sucesivas leyes, notablemente las de 13 de julio de 1990, 29 de enero de 2001, 21 de mayo de 2001 y 23 de febrero de 2005, han restringido la libertad del historiador; le han dicho, so pena de sanciones, qué debe investigar y qué debe encontrar, le han prescrito métodos e impuesto límites.

Pedimos la abrogación de estas disposiciones legislativas indignas de un régimen democrático.

Jean-Pierre Azéma, Elisabeth Badinter, Jean-Jacques Becker, Françoise Chandernagor, Alain Decaux, Marc Ferro, Jacques Julliard, Jean Leclant, Pierre Milza, Pierre Nora, Mona Ozouf, Jean-Claude Perrot, Antoine Prost, René Rémond, Maurice Vaïsse, Jean-Pierre Vernant, Paul Veyne, Pierre Vidal-Naquet y Michel Winock.

01 enero 2006

Discursos sobre la pena de muerte (2)

Discurso pronunciado en el Parlamento británico por John Stuart Mill el 21 de abril de 1868 contra la propuesta de abolición de la pena de muerte presentada por el señor Gilpin (vía Kantor):

...Sería para mí una gran satisfacción el poder apoyar esta moción. Me es siempre lamentable hallarme, en una cuestión pública, enfrentado a quienes son llamados —a veces como un honor, y a veces con intención de ridiculizarles— filántropos. De todas las personas que participan en los asuntos públicos son aquellos por quienes, en conjunto, siento el mayor respeto; pues les es característico el dedicar su tiempo, su esfuerzo y mucho de su dinero a objetos puramente públicos, con una menor mezcla de egoísmo personal o de clase que cualquiera otra clase de políticos. En casi todas las grandes cuestiones, a casi ningunos otros se hallará tan constantemente, y casi uniformemente, del lado de lo correcto; y rara vez yerran, excepto por una aplicación exagerada de algún principio justo y de elevada importancia.

En el mismo asunto que ahora nos ocupa, todos conocemos qué señalado servicio han prestado. Es gracias a sus esfuerzos como nuestras leyes criminales —que en tiempos que yo recuerdo ahorcaban por robar por valor de cuarenta chelines en una casa habitada; leyes en virtud de las cuales cualquiera que subiese o bajase de Ludgate Hill podía ver hileras de seres humanos suspendidos ante Newgate— han relajado tanto su extremadamente repugnante y extremadamente impolítica ferocidad, que el asesinato agravado es ahora prácticamente el único crimen que cualquiera de nuestros tribunales legales castiga con la muerte; e incluso estamos ahora deliberando si debería retenerse la última pena en ese solitario caso. Este enorme avance, no sólo para la humanidad, sino para los fines de la justicia penal, se lo debemos a los filántropos; y si se equivocan, como no puedo menos que pensar, en el presente caso, es sólo al no percibir los oportunos tiempo y lugar para detener una carrera hasta ahora tan eminentemente beneficiosa.

Señor, hay un punto en el que pienso que esta carrera debería detenerse. Cuando se ha mostrado a todos, por pruebas concluyentes, que se ha cometido el mayor crimen conocido por la Ley; y cuando las circunstancias concurrentes no sugieren ninguna paliación de la culpa, ninguna esperanza de que el culpable pudiera ser aún no indigno de vivir entre la humanidad, nada que haga probable que que el crimen fuera una excepción en su carácter más que una consecuencia de él, entonces confieso que me parece que privar al criminal de la vida de la cual ha demostrado ser indigno —borrarle solemnemente de la comunidad humana y del catálogo de los vivos— es la manera más apropiada, así como ciertamente la más impresionante, en la cual la sociedad puede adherir a un crimen tan grande las consecuencias penales que, por la seguridad de la vida, es necesario unirle.


Defiendo esta pena, cuando se la confina a casos atroces, por la misma razón por la cual se la ataca comúnmente: por humanidad hacia el criminal; como, sin comparación, el modo menos cruel en el cual es posible disuadir adecuadamente del crimen. Si, en nuestro horror por infligir la muerte, nos esforzamos en diseñar algún castigo para el criminal viviente que actúe en la mente humana con una fuerza disuasoria comparable en alguna medida con la de la muerte, nos veremos llevados a sufrimientos menos severos por cierto en apariencia, y por tanto menos eficaces, pero mucho más crueles en realidad. Pocos, pienso, se aventurarían a proponer como castigo para el asesinato agravado menos que la prisión con trabajos forzados de por vida; ese es el sino al cual consignaría a un asesino la misericordia que no osa darle muerte. Pero ¿se ha considerado lo bastante qué suerte de misericordia es esta, y qué clase de vida le deja? Si, en efecto, el castigo no se inflige verdaderamente —si se convierte en la ficción en la que hace unos años se estaban rápidamente convirtiendo tales castigos— entonces, en efecto, su adopción sería casi equivalente a renunciar del todo al intento de reprimir el asesinato. Pero si realmente es lo que profesa ser, y si se hace presente con todo su rigor en la imaginación popular, como muy probablemente no se haría, pero como debe hacerse si ha de tener eficacia, será tan horrible que, cuando la memoria del crimen ya no sea reciente, habrá una dificultad casi insuperable para ejecutarlo.

¿Qué comparación puede realmente haber, en punto a severidad, entre consignar a un hombre al breve dolor de una muerte rápida y emparedarle en una tumba viviente, para languidecer allí durante la que puede ser una larga vida en el esfuerzo más duro y monótono, sin ninguno de sus alivios ni recompensas; privado de todo espectáculo y sonido placenteros y separado de toda esperanza terrenal, excepto una leve mitigación de las restricciones corporales o una pequeña mejoría en la dieta? Y sin embargo una suerte como esta, por no haber ningún momento en el que el sufrimiento sea de intensidad aterradora y, sobre todo, por no contener el elemento, tan imponente para la imaginación, de lo desconocido, se considera universalmente un castigo más suave que la muerte; figura en todos los códigos como una mitigación de la pena capital, y como tal se la acepta con gratitud.

Pues es característico de todos los castigos que dependen para su eficacia de la duración (de todos, por tanto, los que no son corporales o pecuniarios) que son más rigurosos de lo que parecen; mientras que es, por el contrario, una de las más firmes recomendaciones que puede tener un castigo el parecer más riguroso de lo que es; pues su poder en la práctica depende mucho menos de lo que es que de lo que parece. No hay, pensaría yo, ningún sufrimiento infligido por humanos que impresione a la imaginación de manera tan enteramente desproporcionada a su auténtica severidad como la pena de muerte. Debe ser ciertamente suave el castigo que no añada más a la suma de la miseria humana que lo que necesaria o directamente añade la ejecución de un criminal. Como mi honorable amigo el Miembro por Northampton [el sr. Gilpin] ha hecho notar, lo más que las leyes humanas pueden hacer a nadie en lo tocante a la muerte es acelerarla; el hombre habría muerto en cualquier caso; no tanto tiempo después y en conjunto, me temo, con una cantidad considerablemente mayor de sufrimiento corporal. Se pide, pues, a la sociedad que se desnude a sí misma de un instrumento de castigo que, en los graves casos en los que únicamente es aplicable, lleva a efecto sus propósitos con un coste en sufrimiento humano menor que cualquier otro; que, inspirando más terror, es menos cruel en realidad que cualquier castigo que debiéramos considerar para sustituirlo.


Mi honorable amigo afirma que no inspira terror, y que la experiencia prueba que es un fracaso. Pero la influencia de un castigo no ha de estimarse por su efecto en criminales encallecidos. Aquellos a quienes su modo de vida habitual tiene siempre, por así decirlo, a la vista del patíbulo, llegan en efecto a preocuparse menos; como, para comparar cosas buenas con malas, a un viejo soldado no le afecta mucho la posibilidad de morir en combate. Puedo permitirme admitir todo lo que a menudo se dice de la indiferencia hacia la horca de los criminales profesionales. Aunque de esa indiferencia probablemente un tercio es bravata y otro tercio confianza en que tendrán la suerte de escapar, es bastante probable que el último tercio sea auténtico. Pero la eficacia de un castigo que actúa principalmente mediante la imaginación ha de estimarse sobre todo por la impresión que hace en quienes son aún inocentes; por el horror con que rodea las primeras incitaciones de la culpa; la influencia restrictiva que ejercita sobre los comienzos del pensamiento que, de ser consentido, daría en tentación; el freno que ejerce sobre la caída gradual hacia el estado —que nunca se alcanza repentinamente— en el que el crimen ya no repugna y el castigo ya no aterra.

En cuanto a lo que se llama el fracaso de la pena capital, ¿quién es capaz de juzgarlo? Sabemos en parte quiénes son aquellos a quienes no ha disuadido; pero ¿quién hay que sepa a quién ha disuadido, o a cuántos seres humanos ha salvado que habrían llegado a ser asesinos de no haber esa horrible asociación circundado la idea del asesinato desde su más temprana infancia? No olvidemos que el hecho más imponente pierde su poder sobre la imaginación si se abarata demasiado. Cuando un castigo adecuado solamente para los más atroces crímenes se prodiga sobre ofensas menores hasta que el sentimiento humano retrocede ante él, entonces, ciertamente, deja de intimidar, porque deja de creerse en él. El fracaso de la pena capital en casos de robo se explica fácilmente: el ladrón no creía que se le fuese a infligir. Había aprendido por experiencia que los jurados cometerían perjurio antes que hallarle culpable; que los jueces se aferrarían a cualquier excusa para no sentenciarle a muerte, o para recomendar clemencia; y que si, ni jurados ni jueces eran misericordiosos, había aún esperanzas en una autoridad superior a ambos.

Llegadas las cosas a este punto era hora de desistir del vano intento. Cuando es imposible infligir un castigo, o cuando infligirlo se convierte en un escándalo público, la ociosa amenaza no puede desaparecer demasiado pronto del código penal. Y, en el caso de la hueste de ofensas que antes fueron capitales, me regocija de corazón que se hiciese impracticable ejecutar la ley. Si el mismo estado del sentimiento público llega a existir en el caso del asesinato; si llega la hora en que los jurados rehusen encontrar culpable a un asesino; cuando los jueces no le sentencien a muerte, o recomienden clemencia para con él; o cuando, si jurados y jueces no rehuyen su deber, los Ministros del Interior, bajo la presión de diputaciones y memoriales, rehuyen el suyo, y la amenaza se convierte, como en los otros casos, en vana; entonces, ciertamente, puede llegar a ser necesario hacer en este caso lo que se hizo en los otros: abrogar la pena.

Ese tiempo puede llegar; mi honorable amigo piensa que casi ha llegado. No sé si lo lamentaba o se enorgullecía de ello, pero él y sus amigos tienen derecho a enorgullecerse; pues si llega habrá sido por obra suya, y habrán logrado lo que no puedo sino llamar una victoria fatal, pues la habrán alcanzado trayendo, si me perdonan por decirlo así, una enervación, un afeminamiento de la opinión general del país. Pues ¿qué, sino afeminamiento, es quedar muchísimo más conmocionado por tomar la vida de un hombre que por privarle de todo lo que hace la vida deseable o valiosa? ¿Es la muerte, entonces, el peor de todos los males terrenales? Usque adeone mori miserum est? ¿Es, ciertamente, tan terrible morir? ¿No ha sido desde antiguo una parte principal de una educación viril el hacernos desdeñar la muerte; enseñarnos a tenerla, si acaso por un mal, de ninguna manera por uno de los peores; en cualquier caso por uno inevitable, y a sostener, por así decirlo, nuestras vidas en nuestras manos, preparados para entregarlas o arriesgarlas en cualquier momento por una causa lo bastante valiosa?

Estoy seguro de que mis honorables amigos saben tan bien todo esto y tienen tanto de todos estos sentimientos como cualquiera del resto de nosotros; posiblemente más. Pero no puedo pensar que sea éste verosímilmente el efecto de su enseñanza en la opinión general. No puedo pensar que el cultivo de una peculiar sensibilidad de la conciencia en este único punto, por encima de lo que resulta del cultivo general de los sentimientos morales, sea permanentemente consistente con el asignar, en nuestras propias mentes, al hecho de la muerte no más que el grado de importancia relativa que le pertenece entre los otros incidentes de nuestra humanidad. Los hombres de antaño se preocupaban demasiado poco de la muerte, y entregaban sus propias vidas o tomaban las ajenas con igual temeridad. Nuestro peligro es de la especie opuesta: que nos conmocione tanto la muerte, en general y en abstracto, que nos preocupemos demasiado por ella en casos individuales, tanto de otras personas como nuestros, que precisen que se la arriesgue. Y no estoy poniéndome en lo peor, pues la experiencia de otros países muestra que el horror del verdugo en manera alguna implica necesariamente horror del asesino. El reducto, como todos sabemos, del asesinato por precio en el siglo XVIII era Italia; y sin embargo se dice que en algunas de las poblaciones italianas la ejecución de una muerte por sentencia de ley era ofensiva y revulsiva en el más alto grado para el sentimiento popular.


Mucho se ha dicho de la santidad de la vida humana y del absurdo de suponer que podemos enseñar respeto por la vida destruyéndola nosotros mismos. Pero me sorprende el empleo de este argumento, pues es uno que podría dirigirse contra cualquier castigo. No es sólo la vida humana, ni la vida humana como tal, lo que debiera sernos sagrado, sino los sentimientos humanos. La capacidad humana de sufrir es lo que debiéramos hacer que se respete, no la mera capacidad humana de existir. Y podemos imaginar a alguien preguntando: ¿cómo podemos enseñar a la gente a no infligir sufrimiento infligiéndolo nosotros mismos? Pero a esto yo respondería —todos nosotros responderíamos— que disuadir de infligir sufrimiento es no sólo posible, sino el propósito mismo de la justicia penal. ¿Da muestras el multar a un criminal de falta de respeto por la propiedad, o encarcelarlo por la libertad personal? Igual de irrazonable es pensar que tomar la vida de un hombre que ha tomado la de otro es mostrar falta de consideración por la vida humana. Mostramos, por el contrario, de la manera más enérgica nuestra consideración por ella con la adopción de la regla de que quien viola ese derecho en otro lo pierde para sí mismo y de que, mientras ningún otro crimen que pueda cometer le priva de su derecho a vivir, éste sí lo hará.


Hay un argumento contra la pena capital, incluso en casos extremos, que no puedo negar que tiene peso, en el cual mi honorable amigo ha hecho con justicia mucho hincapié y que nunca puede eliminarse completamente. Es este: que si por un error de justicia se da muerte a una persona inocente, el error no puede jamás corregirse; toda compensación, toda reparación del perjuicio es imposible. Esta sería ciertamente una seria objeción si estos desdichados errores —que están entre los más trágicos sucesos de la esfera toda de los asuntos humanos— no pudieran hacerse extremadamente raros. El argumento es invencible donde el modo del procedimiento criminal es peligroso para el inocente, o donde no se confía en los tribunales de justicia. Y esta es probablemente la razón por la que la objeción a un castigo irreparable empezó, según creo, antes y es más intensa y está más ampliamente difundida en algunas partes del continente europeo que aquí.

Hay en el Continente grandes y esclarecidos países en los que el procedimiento criminal no es tan favorable a la inocencia, no proporciona la misma seguridad contra una condena errónea, como entre nosotros; países en los que los tribunales de justicia parecen pensar que faltan a su deber si no encuentran a alguien culpable; y, en su verdaderamente laudable deseo de dar caza a la culpa en sus escondrijos, se exponen a un serio peligro de condenar a inocentes. Si nuestros propios procedimientos y tribunales de justicia dieran lugar a parecida aprensión, sería yo el primero en tomar parte en la retirada a tales tribunales del poder de infligir un castigo irreparable. Pero todos sabemos que los defectos de nuestro procedimiento son precisamente los opuestos. Nuestras reglas de evidencia son incluso demasiado favorables para el prisionero; y los jurados y jueces siguen la máxima “mejor es que escapen diez culpables que que sufra un inocente” no literalmente, sino más que literalmente. Los jueces están de lo más ansiosos por señalar, y los jurados de lo más dispuestos a conceder crédito, a la más ligera posibilidad de la inocencia del prisionero. Ningún juicio humano es infalible; casos tan tristes como los que citó mi honorable amigo ocurrirán algunas veces; pero en un caso tan grave como el de un asesinato el acusado, en nuestro sistema, tiene siempre el beneficio de la más leve sombra de una duda.

Y esto sugiere otra consideración muy pertinente a la cuestión. El hecho mismo de que la pena de muerte es más impresionante para la imaginación que cualquiera otra hace necesariamente a los tribunales de justicia más escrupulosos al requerir la más completa evidencia de la culpa. Aun lo que es la mayor objeción a la pena capital, la imposibilidad de corregir un error una vez cometido, debe hacer, y hace, a los jurados y jueces más cuidadosos al formar su opinión y más celosos en el escrutinio de la evidencia. Si la sustitución de la muerte por la servidumbre penal en casos de asesinato hubiese de causar alguna relajación de esta concienzuda escrupulosidad, habría un gran mal que oponer a la ventaja real, mas espero que rara, de ser posible reparar el daño causado a una persona condenada que se descubre después que era inocente. Para que esa posibilidad de corrección pueda quedar abierta dondequiera que la probabilidad de esta triste contingencia sea más que infinitesimal, sería muy adecuado que el juez recomendase a la Corona una conmutación de la sentencia no sólo cuando la prueba de la culpa está sujeta a la menor sospecha, sino siempre que quede algo inexplicado y misterioso en el caso, suscitando un deseo de más luz, o haciendo verosímil que pueda obtenerse información adicional en algún tiempo futuro. Querría también sugerir que siempre que la sentencia sea conmutada los motivos de la conmutación deberían darse a conocer al público en alguna forma auténtica.


Todo esto concedo de buena gana a mi honorable amigo; pero en la cuestión de la abolición total me inclino a la esperanza de que el sentimiento del país no está con él, y de que la limitación de la pena de muerte a los casos mencionados en la ley del año pasado se considerará generalmente suficiente. La manía que existió hace poco tiempo de recortar todos nuestros castigos parece haber alcanzado sus límites, y no antes de que fuese oportuno. Estábamos en peligro de quedar sin ningún castigo efectivo, excepto para las ofensas menores. El que fue nuestro principal castigo secundario —la deportación— antes de ser abolido se había convertido casi en una recompensa. La servidumbre penal, su sustituto, se estaba convirtiendo, para las clases que principalmente estaban sujetas a él, en casi nominal, tan confortables hicimos nuestras prisiones, y tan fácil había llegado a ser salir rápidamente de ellas. De la flagelación —un castigo de lo más objetable en los casos ordinarios, pero particularmente apropiado para crímenes de brutalidad, especialmente crímenes contra las mujeres— no quisimos ni oír hablar, excepto, por supuesto, en el caso de los agarrotadores, para cuyo particular beneficio se restableció apresuradamente justo después de que un miembro del Parlamento fuese agarrotado. Con esta excepción las ofensas, incluso las atroces, contra la persona, como mi honorable y erudito amigo el Miembro por Oxford [el señor Neate] bien hizo notar, son vengadas con penas tan ridículamente inadecuadas que son casi un estímulo para el crimen.

Pienso, señor, que en el caso de la mayoría de las ofensas, excepto aquellas contra la propiedad, hay más necesidad de reforzar nuestros castigos que de debilitarlos; y que sentencias más severas, en una proporción con las diferentes especies de ofensas que concuerde mejor que la presente con los sentimientos morales de la comunidad, son la clase de reforma que ahora necesita nuestro sistema penal. Votaré por tanto contra la enmienda.