21 diciembre 2005

Discursos sobre la pena de muerte (I)

Al llegar a Atenas la noticia de que se había condenado a muerte en Argos a algunos ciudadanos, se corrió a los templos y se conjuró a los dioses para que apartasen de los atenienses pensamientos tan crueles y tan funestos. Vengo a rogar no a los dioses, sino a los legisladores, que deben ser los órganos e intérpretes de las leyes eternas que la Divinidad ha dictado a los hombres, que borren del código de los franceses las leyes de sangre que ordenan homicidios jurídicos, y que repugnan a sus costumbres y a su nueva Constitución. Quiero probarles, primero, que la pena de muerte es esencialmente injusta; segundo, que no es la pena que más reprime, y que multiplica los crímenes mucho más que los previene.

Fuera de la sociedad civil, si un encarnizado enemigo viene a atacar mis días, o si, rechazado veinte veces, vuelve aún a devastar el campo que mis manos han cultivado, pues no puedo oponer sino mis fuerzas individuales a las suyas, preciso es que yo perezca o que le mate; y la ley de la defensa natural me justifica y me aprueba. Pero en la sociedad, cuando la fuerza de todos está armada contra uno solo, ¿qué principio de justicia puede autorizarle a darle muerte? ¿Qué necesidad puede absolverle de hacerlo? ¡A un vencedor que hace morir a sus enemigos cautivos se le llama bárbaro! ¡Un hombre adulto que degüella a un niño al que puede desarmar y castigar parece un monstruo! Un acusado al que la sociedad condena no es para ella sino un enemigo vencido e impotente; es ante ella más débil que un niño ante un hombre adulto.

Así, a ojos de la verdad y de la justicia estas escenas de muerte que ordena con tanto aparato no son otra cosa que viles asesinatos, que crímenes solemnes, cometidos, no por individuos sino por naciones enteras, con formas legales. Por crueles, por extravagantes que sean estas leyes, no os extrañéis: son obra de tiranos; son las cadenas con que afligen a la especie humana; son las armas con que la subyugan; se escribieron con sangre. No estaba permitido dar muerte a un ciudadano romano: tal era la ley que el pueblo se había dado. Mas Sila venció, y dijo: todos los que han tomado las armas contra mí son dignos de muerte. Octavio y sus compañeros de fechorías confirmaron esta ley.

Bajo Tiberio, haber alojado a Bruto fue un crimen digno de muerte. Calígula condenó a muerte a quienes habían sido tan sacrílegos como para desvestirse ante la imagen del emperador. Cuando la tiranía hubo inventado los crímenes de lesa majestad, que eran o acciones indiferentes o acciones heroicas, ¿quién habría osado pensar que podían merecer una pena más suave que la muerte, a menos de declararse a sí mismo culpable de lesa majestad?

Cuando el fanatismo, nacido de la unión monstruosa de la ignorancia y del despotismo, inventó a su vez los crímenes de lesa majestad divina, cuando concibió, en su delirio, el proyecto de vengar al mismo Dios, ¿no fue necesario ofrecerle también sangre, y ponerle al menos a la altura de los monstruos que se decían sus imágenes?

La pena de muerte es necesaria, dicen los partidarios de la antigua y bárbara rutina; sin ella no hay freno bastante poderoso para el crimen. ¿Quién os lo ha dicho? ¿Habéis calculado todos los resortes por los cuales las leyes penales pueden actuar sobre la sensibilidad humana? ¡Ay! Antes que la muerte, ¡cuántos dolores físicos y morales no puede soportar el hombre!

El deseo de vivir cede al orgullo, la más imperiosa de todas las pasiones que dominan el corazón del hombre. La más terrible de todas las penas para el hombre social es el oprobio, es el abrumador testimonio de la execración pública. Cuando el legislador puede golpear a los ciudadanos por tantos puntos sensibles y de tantas maneras, ¿cómo podría creerse reducido a emplear la pena de muerte? Las penas no están hechas para atormentar a los culpables, sino para prevenir el crimen con el temor de incurrir en ellas.

El legislador que prefiere la muerte y las penas atroces a los medios más suaves que hay en su poder ultraja a la delicadeza pública, embota el sentimiento moral del pueblo que gobierna, semejante a un preceptor inhábil que, por el frecuente uso de castigos crueles, embrutece y degrada el alma de su alumno; en fin, desgasta y debilita los resortes del gobierno al querer manejarlos con demasiada fuerza.

El legislador que establece esta pena renuncia al saludable principio de que el medio más eficaz de reprimir los crímenes es adaptar las penas al carácter de las distintas pasiones que los producen, y de castigarlas, por así decirlo, por medio de sí mismas. Confunde todas las ideas, perturba todas las relaciones y contraría abiertamente el fin de las leyes penales.

La pena de muerte es necesaria, decís. Si lo es, ¿por qué algunos pueblos han sabido pasarse sin ella? ¿Por qué fatalidad han sido estos pueblos los más sabios, los más felices y los más libres? Si la pena de muerte es la más adecuada para prevenir grandes crímenes, es preciso que estos hayan sido más raros entre los pueblos que la han adoptado y prodigado. Sin embargo, ocurre precisamente lo contrario. Ved el Japón: en ninguna parte se prodigan tanto la pena de muerte y los suplicios; en ninguna parte son los crímenes tan frecuentes ni tan atroces. Se diría que los japoneses quieren competir en ferocidad con las bárbaras leyes que les ultrajan y les irritan. Las repúblicas de Grecia, donde las leyes eran moderadas, donde la pena de muerte era o infinitamente rara o absolutamente desconocida, ¿ofrecen más crímenes y menos virtud que los países gobernados por leyes de sangre? ¿Creéis que Roma fue mancillada por más fechorías cuando, en los días de su gloria, la ley Porcia hubo anulado las severas penas aprobadas por los reyes y por los decenviros, que lo fue bajo Sila, que las hizo revivir, y bajo los emperadores, que llevaron su rigor a un exceso digno de su infame tiranía? ¿Ha sido Rusia transtornada desde que la déspota que la gobierna ha suprimido enteramente la pena de muerte, como si hubiera querido expiar por medio de este acto de humanidad y de filosofía el crimen de retener a millones de seres humanos bajo el yugo del poder absoluto?

Escuchad la voz de la justicia y de la razón; os grita que los juicios humanos no son jamás lo bastante ciertos para que la sociedad pueda dar muerte a un hombre condenado por otros hombres sujetos al error. Aun si hubierais imaginado el más perfecto orden judicial; aun si hubierais hallado los jueces más íntegros y más esclarecidos, quedaría siempre sitio para el error y la prevención. ¿Por qué prohibiros el medio de repararlos? ¿Por qué condenaros a la imposibilidad de tender una mano compasiva a la inocencia oprimida? ¡Qué importan esas estériles lamentaciones, esas reparaciones ilusorias que acordáis a una sombra vana, a una ceniza insensible! Son los tristes testimonios de la bárbara temeridad de vuestras leyes penales. Arrebatar al hombre la posibilidad de expiar su fechoría con su arrepentimiento o con actos de virtud, cerrarle despiadadamente todo retorno a la virtud, la estima de sí mismo, apresurarse a hacerle descender, por así decir, a la tumba cubierto aún por la mancha reciente de su crimen, es a mis ojos el más horrible refinamiento de la crueldad.

El primer deber del legislador es formar y conservar las costumbres públicas, fuente de toda libertad, fuente de toda felicidad social. Cuando, persiguiendo un fin particular, se aparta de este fin general y esencial, comete el más grosero y el más funesto de los errores; es preciso pues que la ley presente siempre al pueblo el modelo más puro de la justicia y de la razón. Si, en lugar de esta severidad poderosa, serena, moderada que debe caracterizarlas disponen cólera y venganza; si hacen correr sangre humana, que pueden ahorrar y que no tienen el derecho de verter; si presentan a los ojos del pueblo escenas crueles y cadáveres mortificados por torturas, entonces alteran en el corazón de los ciudadanos las ideas de lo justo y de lo injusto, hacen germinar en el seno de la sociedad prejuicios feroces que producen otros a su vez. El hombre ya no es para el hombre un objeto tan sagrado: se tiene de su dignidad una idea menos grande cuando la autoridad pública se burla de su vida. La idea del homicidio inspira menos espanto cuando la misma ley da ejemplo y hace un espectáculo de él; el horror del crimen disminuye al no castigarlo la ley sino con otro crimen. Guardaos bien de confundir la eficacia de las penas con el exceso de severidad: el uno es absolutamente opuesto a la otra. Todo secunda a las leyes moderadas; todo conspira contra las leyes crueles.

Se ha observado que en los países libres los crímenes eran más raros y las leyes penales más suaves. Todas las ideas se sostienen. Los países libres son aquellos en los que se respetan los derechos del hombre y donde, en consecuencia, las leyes son justas. Dondequiera que ofenden a la humanidad con un exceso de rigor, esto es una prueba de que la dignidad del hombre no se conoce, de que la del ciudadano no existe; es una prueba de que el legislador no es sino un amo que manda a esclavos y que les castiga despiadadamente según su fantasía. Concluyo con esto que la pena de muerte sea abrogada.
El precedente discurso se pronunció el 30 de mayo de 1791 en la Asamblea Constituyente francesa.

El 16 de enero de 1793 su autor votó en la Convención sobre el destino del ciudadano Luis Capeto, antes conocido como Luis XVI, de este modo:
El sentimiento que me llevó a pedir, aunque en vano, a la Asamblea Constituyente la abolición de la pena de muerte es el mismo que me fuerza hoy a pedir que se la aplique al tirano de mi patria y a la realeza misma en su persona. Voto por la muerte.
El nombre de este orador de tan constantes sentimientos como erráticas acciones (pues no fue esta la última pena de muerte que pidió y obtuvo) era Maximilien François Marie Isidore de Robespierre.

20 noviembre 2005

Alfabeto musical

Un meme me ha mandado hacer Eaco, y en verdad que me ha puesto en un aprieto; no sólo porque aquí no habrá soneto, sino porque no estoy yo muy musical en los últimos decenios, ni en los primeros, y me ha quedado más bien poco vistoso. Pero bueno; rebuscando en mis recuerdos, mi disco duro y mi discoteca algo ha salido.

A. Yo hubiera puesto a Tommaso Albinoni, pero tras leer este comentario de Emilio advierto que no soy digno. Por tanto, y en honor de Jesús, la primera sorpresa de la tarde: ABBA.
B. Johann Sebastian Bach. (Se siente, Beethoven, peeero...)
C. François Couperin.
Ch (en ruso es una sola letra, y así compenso alguna de las vacías, pongamos la I): Piotr Ilích Chaikovski.
D. Aquí un intérprete: Alfred Deller. También en honor de Jesús (ma non tanto; he escuchado más a Deller que a ABBA).
E. La segunda sorpresa: Danny Elfman. Desde Pesadilla antes de Navidad, reforzada por Mars Attacks.
F. Qué curioso, de las cuatro efes que tengo tres son clavecinistas franceses del XVII-XVIII. Refrescadas que han sido, el ganador es... el alemán: Johann Caspar Ferdinand Fischer. (Además es el que me supone menos trampa, porque lo recordaba algo).
G. Christoph Willibald Gluck.
H. George Frideric Handel.
I. Véase la Ch.
J. Podría hacer trampa. Vale, la haré: Josquin des Prez.
K. Me pido intérprete (y director): Ton Koopman.
L. Jean-Baptiste Lully.
M. Claudio Monteverdi. Podría haber sido Mozart, pero no.
N. Podría... Puedo: Nikolái Andréyevich Rimski-Korsakov.
Ñ. Es broma, ¿no?
O. Carl Orff.
P. Henry Purcell.
Q. Trampísima: Louis-Claude Daquin.
R. Serguéi Vasílievich Rajmáninov.
S. Domenico Scarlatti.
T. Dimitri Tiomkin.
U. Me pido comodín de intérprete y trampa: Lars Ulrik Mortensen.
V. Antonio Vivaldi. Para compensar los defectos de la U, y porque sacar a Bach sólo dos veces parece poco, añado a Sándor Végh, intérprete de la versión que tengo de las Sonatas y Partitas para violín solo.
W. Sylvius Leopold Weiss. Con mi agradecimiento a Jesús, que me dio a conocer Ars Melancholiae en un momento difícil (y largo) en el que me vino bien; por eso y por todo lo demás.
X, Y, Z. Creo que haber echado la tarde con lo precedente ya basta. Paso, sin pasarlo.

(El de los libros me costará más, Carmelo).

15 noviembre 2005

Sobre la efectividad de los cascos de hoja de aluminio: un estudio empírico

On the Effectiveness of Aluminium Foil Helmets: An Empirical Study.
Rahimi A., Recht B., Taylor J. & Vawter N. (2005)

Resumen
Entre una comunidad marginal de paranoides, los cascos de aluminio son la medida profiláctica de elección contra radioseñales invasivas. Investigamos la eficacia de tres diseños de cascos de aluminio en una muestra de cuatro individuos. Usando un analizador de red de 250000 $ hallamos que, aunque en promedio todos los cascos atenúan las radiofrecuencias invasivas en ambas direcciones (ya emanantes de una fuente externa, ya del cráneo del sujeto), ciertas frecuencias son, de hecho, amplificadas en gran medida. Estas frecuencias amplificadas coinciden con bandas reservadas para uso del gobierno, según la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC). La evidencia estadística sugiere que el uso de cascos puede en realidad incrementar las capacidades invasivas del gobierno. Especulamos que el gobierno puede haber iniciado la moda de los cascos de aluminio por esta razón.


¡Tiene que ser serio, es del MIT!</recochineo>

(Vía The Gun Guy).

(Ah, Juan Ramón: gracias por el enlace pero me temo que voy a dejar morir el meme...)

05 noviembre 2005

Los terroristas suicidas entre nosotros

Theodore Dalrymple en FrontPage Magazine (y en el City Journal) (vía Eternity Road):

Muchos jóvenes musulmanes [británicos], a diferencia de los hijos de hindús o sijs que emigraron a Gran Bretaña a la vez que sus padres, toman drogas, incluida heroína. Beben, se permiten encuentros sexuales informales, y hacen de las discotecas el foco de sus vidas. Trabajo y carrera son en el mejor de los casos una dolorosa necesidad, un medio lento e inferior de conseguir dinero para sus distracciones.

[...]

Por más seculares que sean sus gustos, los jóvenes musulmanes desean intensamente mantener la dominación masculina que han heredado de sus padres. Una hermana que tenga la temeridad de elegir un novio para sí misma, o incluso que exprese el deseo de una vida social independiente, probablemente recibirá una paliza, seguida por una vigilancia de exhaustividad digna de la Stasi. Los jóvenes entienden instintivamente que su sistema heredado de dominación masculina (que les proporciona, mediante el matrimonio forzado, gratificación sexual en casa liberándoles a la vez de las tareas domésticas y permitiéndoles vivir vidas completamente occidentalizadas fuera de casa, incluyendo aventuras sexuales en las cuales sus esposas no pueden indagar) es fuerte pero quebradiza, en buena medida como lo era el comunismo: es un fenómeno de todo o nada, y toda transgresión debe recibir un rápido castigo.

Aunque no hubiera otras razones, pues (y de hecho las hay), los jóvenes varones musulmanes tienen un fuerte motivo para mantener una identidad separada. Y ya que la gente rara vez gusta de admitir que su conducta tiene bajos motivos, como el deseo de mantener una dominación gratificante, estos jóvenes musulmanes necesitan una justificación más elevada para su conducta hacia las mujeres. La encuentran, por supuesto, en un Islam residual: no el Islam de onerosos deberes, rituales y prohibiciones, que interfieren tan insistentemente en la vida diaria, sino un Islam de sentimientos residuales, que les permite un sentimiento de superioridad moral sobre todo cuanto les rodea, incluyendo las mujeres, sin alterar en nada su estilo.

[...]

Los musulmanes que rechazan a Occidente están, pues, involucrados en una yihad interior desesperada, un esfuerzo imposible por expurgar de sus corazones todo lo que no es musulmán. No puede hacerse, pues su dependencia tecnológica y científica es también, necesariamente, una dependencia cultural. No se puede creer que el retorno a la Arabia del siglo VII sea suficiente para todos los requerimientos humanos y a la vez conducir un Mercedes rojo nuevo, como hacía uno de los terroristas de Londres poco antes de su suicidio asesino. Alguna conciencia de la contradicción debe de corroer aun en el más obtuso cerebro fundamentalista.

Además, los fundamentalistas han de ser lo bastante autoconscientes para saber que nunca querrán renunciar a los beneficios accesorios de la vida occidental; el gusto por ellos está demasiado profundamente implantado en sus almas, es una parte demasiado profunda de lo que son como seres humanos, para que pueda jamás erradicarse. Es posible rechazar aspectos aislados de la modernidad pero no la propia modernidad. Les guste o no, los fundamentalistas musulmanes son hombres modernos; hombres modernos que intentan la empresa imposible de ser otra cosa.

Por tanto tienen al menos la desazonante sospecha de que su utopía elegida no es en realidad una utopía; de que en las profundidades de su propio interior hay algo que la hace inalcanzable e incluso indeseable. ¿Cómo persuadirse a sí mismos y a otros de que su falta de fe, su vacilación, es en realidad la más fuerte fe posible? ¿Qué prueba de fe más convincente podría haber que morir por ella? ¿Cómo puede alguien estar realmente apegado a la música rap y el cricket y los Mercedes si está dispuesto a volarse en pedazos para destruir la sociedad que los produce? La muerte será el fin del ilícito apego que no puede eliminar por completo de su corazón.

Las dos formas de yihad, la interior y la exterior, la mayor y la menor, se reúnen así en una acción apocalíptica. Con el atentado suicida, los terroristas superan las impurezas morales y dudas religiosas en su interior y, supuestamente, asestan un golpe externo en favor de la propagación de la fe.

Por supuesto, la emoción subyacente es el odio. Un hombre encarcelado que me dijo que quería ser un terrorista suicida estaba más lleno de odio que nadie que haya conocido. [...] Después de una sañuda violación, por la cual fue a la cárcel, se convirtió a una forma salafista del Islam y quedó convencido de que un sistema judicial capaz de creer en la palabra de una simple mujer antes que en la de él estaba irremediablemente corrupto.

Noté un día que su humor había mejorado mucho; estaba comunicativo y casi jovial, como nunca había estado antes. Le pregunté qué había cambiado en su vida. Había tomado su decisión, me dijo. Todo estaba resuelto. No se iba a matar solo, como había sido antes su intención. El suicidio es un pecado mortal, según las doctrinas de la fe islámica. No, cuando saliera de la cárcel no se mataría; se convertiría en un mártir y ganaría eterna recompensa, convirtiéndose en una bomba y llevándose consigo a tantos enemigos como pudiera.

¿Enemigos?, pregunté; ¿qué enemigos? ¿Cómo podía saber que la gente que matase al azar serían enemigos? Eran enemigos, me dijo, porque vivían felizmente en nuestra sociedad podrida e injusta. Por tanto, por definición, eran enemigos (enemigos en sentido objetivo, como podría haber dicho Stalin) y por tanto objetivos legítimos.


Hay mucho más en el original.

23 agosto 2005

Gaza, judenrein

Se ha completado la limpieza étnica de la franja de Gaza. Allahu akbar!

(Veo que no es la primera vez que escribo de esto).

(+) David Horowitz en el GEES.

20 agosto 2005

El test del verano

Presentamos, vía Classical Values, el Test de Pureza Libertaria de Bryan Caplan.

La puntuación máxima es 160, la mía 61 y la más alta que conozco el 134 de Steven Malcolm Anderson. En Eaco están puestas mis esperanzas...

31 julio 2005

El conservadurismo como herejía

Tirando hace poco del hilo de un hostil comentario de Iorov en La Hora de Todos di en un texto de John J. Ray (nota irrelevante: los varones heterosexuales que haya entre mis lectores no perderán nada si bajan una pantalla o dos) que me parece interesante para la perpetua conversación sobre las relaciones entre conservadurismo, radicalismo y liberalismo, conversación en la que la intervención más reciente es esta entrada de AMDG en Desde el Exilio.

El texto en cuestión es ¿Qué es el conservadurismo?, la introducción de Ray al libro de 1974 El conservadurismo como herejía, editado por él. Ray se confiesa conservador burkeano y, como Edmund Burke, piensa que el hombre es imperfectible. Leámoslo (nota relevante: Ray, que es australiano, usa liberal con 'l' minúscula como lo que probablemente llamaríamos en España progre, pero lo he dejado tal cual en la traducción que sigue):

... el origen del término "conservador" en la vida política británica fue tan injurioso como cualquier otra cosa; era un término algo despectivo aplicado a personas con un cierto conjunto de creencias. Ocurría simplemente que ese cierto conjunto de creencias se correspondía bastante aproximadamente con lo lo que ya se consideraba práctica aceptada en esa época. Yo afirmaría, sin embargo, que la defensa del "statu quo" no es el elemento básico de lo que llamamos una actitud conservadora. De hecho, puede haber circunstancias en las que un conservador favorezca el cambio. Un enérgico conservador, por ejemplo, propondría permitir competidores privados para la Oficina de Correos. [...]

A partir de mi propia investigación de las actitudes de la gente, he llegado a la conclusión burkeana de que un conservador es, sobre todo, alguien que tiene una visión cínica o encallecida de la humanidad [...]. Sin condenar ni dejar de apreciar al hombre, cree que el hombre es predominantemente egoísta y que no se puede confiar en que haga siempre el bien. Esto es lo que hace al conservador ciertamente cauteloso acerca del cambio social, y esto a su vez es lo que ha dado origen a la opinión de que el conservadurismo es meramente oposición al cambio. Por contraste, nuestro considerado radical, o liberal con "l" minúscula, cree que el hombre es inherentemente bueno y que esta bondad asegurará que, no importa lo que se haga con buenas intenciones, al final se obtendrán los efectos buscados. [...]

Su característica orientación hacia el hombre deja al conservador vulnerable ante la acusación de ser "misantrópico" o incluso paranoide, y no hay escasez de informes de investigaciones que afirman haber demostrado que los conservadores tienen esas características. Tales investigaciones, sin embargo, tienen como fundamental punto débil la suposición más bien falsa de que ser cauteloso con el hombre es tenerle aversión. El que podría amarse a la humanidad a pesar de sus defectos no parece estar en el ámbito de lo que nuestros rígidos y moralistas izquierdistas son capaces de considerar posible. El único modo en que ellos mismos parecen capaces de amar al hombre es idealizarlo. Para hacerlo usan incluso tales patológicos recursos freudianos como la negación (esto es, negarse a ver o reconocer la humanidad de lo que no es ideal en el hombre). Esto se resume en una frase popular: "yo amo a la humanidad... a quien no soporto es a la gente".

Como queda implícito arriba, los conservadores se ven a sí mismos como realistas y a los radicales como, al menos temporalmente, autoengañados. [...]

Como realistas, los conservadores se oponen a todas las clases de romanticismo político; al reaccionario tanto como al radical, al extremismo de derechas tanto como al extremismo de izquierdas. Así como los conservadores (por ejemplo Churchill) se opusieron al romántico intento de Hitler de retornar a los antiguos valores y modos de vida germánicos, igualmente se oponen al romanticismo reaccionario de los que el duque de Edimburgo llama 'la brigada de los Párenlo Todo', la versión extremista del movimiento 'ecologista' moderno. Desde el panfleto de Edmund Burke sobre el asunto en 1756, los conservadores han desconfiado siempre de estos ciclos recurrentes de los movimientos de "retorno a la naturaleza", de los que los hippies parecen ser una variedad. Esta desconfianza surge de la creencia de que los entusiastas han caído víctimas de la ilusión de intentar 'guardar su pastel y comérselo' (esto es, oculta o incluso abiertamente quieren las ventajas de la civilización sin estar dispuestos a aceptar sus necesarias desventajas concomitantes).

[...]

...la que, en mi opinión, es la diferencia esencial entre el conservador y el radical. El radical está mucho más dirigido por sus emociones inmediatas. No puede soportar la idea del sufrimiento humano por ninguna razón, sea cual sea. Sin embargo esta es una posición necesariamente inconsistente. Aún no he oído a un radical que no admita que la guerra contra Hitler fue algo bueno. Era una cuestión de supervivencia. Si no hubiéramos combatido a Hitler no habría radicales, y habría ciertamente enorme sufrimiento. La respuesta es simplemente que puede ser necesario sufrimiento para evitar ulterior sufrimiento. El conservador puede aceptar y tratar esta posibilidad. El radical preferiría evitar la elección y arriesgarse a echar a perder el futuro a cambio de dar un descanso a sus pequeñas y crispadas emociones.

Y esta, parece ser, es la razón por la que, a diferencia de los obreros, tantos intelectuales y universitarios son radicales. Viviendo en sus torres de marfil, han quedado aislados de la brutalidad de la vida diaria y no se han hecho a la idea de la necesidad e inevitabilidad del sufrimiento. Ellos se las arreglan para evitar la mayor parte; ¿por qué no debería hacerlo todo el mundo?

[...] Tras tres o más años de adoctrinamiento, no es maravilla que la gente que ha pasado por la Universidad piense que las únicas opiniones intelectualmente defendibles son las radicales. La gente con influencia, pues, adquiere de sus profesores una ortodoxia que acaba transmitiendo a la comunidad en conjunto. Los niveles de educación crecientes significan que más gente se ve expuesta a esta ortodoxia radical, o liberal con 'l' minúscula, y esto a su vez explica la constante liberalización de nuestra cultura con los años. El conservadurismo es una herejía porque el radicalismo es la ortodoxia.

[...]

... Lo que hace funcionar a la persona que llamamos conservador no es la oposición al cambio, sino el que es emocionalmente capaz de reconocer y tratar con la destructividad y agresividad de la naturaleza humana.

Para el radical, la destructividad y la agresividad son lo más difícil de aceptar. Son las cosas que le causan mayor incomodidad. Simplemente no puede tratar con ellas. ¿Que hace, pues, cuando se ver forzado a enfrentarlas? Por increíble que pueda parecer, de una u otra manera simplemente niega que la destructividad y la agresividad existan. Intenta engañarse, declara que la gente es fundamentalmente agradable, considerada, y que cualquier desviación de esto es meramente un error o malentendido que puede remediarse mediante la educación. De los criminales violentos el radical dice: 'Habría que reeducarlos, no encarcelarlos'. La fe en que un hombre que simplemente disfruta 'machacando la cara a la gente' puede curarse mediante educación es realmente infantil. La educación podría ayudar al criminal a aprender más sobre las caras de las personas, pero no evitará que disfrute 'machacándolas'.

A veces, sin embargo, esta evasión es simplemente insostenible. A veces el redical debe contemplar cara a cara la agresión. ¿Qué hace entonces? Sólo hay un modo de que pueda mantener su ilusión sobre la básica 'agradabilidad' humana. Simplemente niega que el agresor sea realmente humano. Le trata como a una no-persona y corta toda comunicación con él. Para usar un término psicológico, el radical 'abandona el campo'. Así se trata a Hitler. Se usan para describirlo palabras como 'monstruo', como si fuera un extraño accidente genético que en realidad no pertenece a la humanidad tal como la conocemos. Y sin embargo lo que hizo Hitler está claramente en todos nosotros. Sesenta millones de alemanes cumplieron sus órdenes y una gran proporción lo hizo voluntariamente, sin necesidad de coerción. Los escritores antinazis de preguerra como Roberts admiten que Hitler era de lejos el hombre más popular de Alemania. Si alguno está inclinado a decir 'pero nosotros no somos como los alemanes', que vaya y escuche a la muchedumbre en un encuentro profesional de boxeo, lucha o fútbol. Puede ser una manera inofensiva de liberar la agresión, pero la agresión está ahí. [...]

El esfuerzo del radical, su necesidad de ignorar tan desagradables realidades no puede, por supuesto, ser adaptativa. [...] Tomemos a los pacifistas que reinaron supremos en Gran Bretaña después de la I Guerra Mundial, que a causa de su propio horror ante lo que había ocurrido se persuadieron a sí mismos de que jamás volvería a haber una guerra. En consecuencia, cuando las tropas de Hitler entraron en Renania en violación del tratado de Versalles los pacifistas encontraron excusas para él. Se negaron a creer que actuaba con malevolencia. Conservadores como Churchill, por supuesto, quisieron parar los pies a Hitler allí y entonces, antes de que tuviera ocasión de construir su máquina de guerra. Sin embargo los pacifistas vencieron y al cabo todo el mundo hubo de pagar el precio de esa locura: la II Guerra Mundial. Si el mundo no hubiera cerrado sus ojos ante lo que estaba haciendo Hitler, podrían haberle detenido antes de que fuera demasiado tarde.

Así como el conservador Churchill fue el más efectivo y constante oponente del nazismo de Hitler, los conservadores en general son los oponentes más efectivos del totalitarismo en general. Son los únicos que ideológicamente pueden permitirse reconocer y tratar con el mal, con la intención opresiva de tales regímenes. Por contraste, la política radical es la política del avestruz.

En el hombre, pues, hay bastante mal, y algo de sufrimiento humano será siempre necesario si se ha de evitar ulterior sufrimiento. Es ciertamente triste que tales creencias sean heréticas. Yo creo que son verdades innegables que ignoramos a nuestro propio riesgo.

ADDENDA POST-PUBLICACIÓN

Puede preguntarse si mi afirmación más arriba de que el realismo —particularmente acerca de la naturaleza humana— es básico para el conservadurismo es consistente con mi afirmación en otra parte en el sentido de que el respeto por el individuo y el amor por la libertad personal son básicos para el conservadurismo. ¿Cuál de los dos es realmente básico? ¿El realismo o el amor por la libertad? La respuesta sencilla, por supuesto, es que ambos están íntimamente relacionados. Si uno es cínico acerca de las buenas intenciones y la sabiduría de otros, querrá que el individuo esté tan libre de las atenciones de otros como sea posible. Una respuesta más precisa, sin embargo, es que el realismo y su consecuente cinismo es el motivo y la defensa de la libertad el resultado. Por decirlo de otro modo, la libertad es lo que los conservadores defienden y el cinismo realista es su motivo para defenderla. O, de otro modo aún, la libertad es básica en la política conservadora y el realismo es básico en la psicología conservadora.


Estos conservadores de Ray, caracterizados por su realismo y por su amor a la libertad, se parecen poco a los conservadores definidos más bien como reaccionarios de Fernando R. Genovés y mucho a los liberales como yo los entiendo.

24 julio 2005

Irán, ese paraíso gay (e infantil, y femenino, y...)

He sabido por GayPatriot (vía Barcepundit) de dos muestras recientes de la, eh, profunda simpatía que nos tienen los islamistas: las amenazas de muerte a activistas gays en Gran Bretaña y el ahorcamiento en Irán "por homosexualidad", tras 14 meses de encarcelamiento y 228 azotes, de dos jóvenes, uno de ellos de 18 años de edad y el otro menor (en español).

La segunda noticia resulta algo más complicada que lo que parece. Al parecer la fuente original en farsi (enlazada y parcialmente traducida al inglés en Seyd) habla de actos de homosexualidad forzados, consumo de alcohol, disturbios y robo. El Times informaba que se les ahorcó por la violación a punta de cuchillo de un muchacho de 13 años.

Para intentar aclararse sobre lo ocurrido, Eric Scheie (Classical Values) pidió ayuda a la activista iraní (en el exilio) Banafsheh Zand-Bonazzi. Esta fue su respuesta (vía The White Peril):
La historia no cambia... la información que dieron primero los mulás es una cosa y luego activistas fuera de Irán se enteraron de que había algo más que el que se hubiese ahorcado a esos chicos por robo. ADEMÁS, tenga en cuenta que no eran gays en el sentido en el que la gente en Occidente pensaría "gays", porque en nuestra parte del mundo la gente tiene relaciones sexuales con varones y mujeres y en esa parte del mundo es común que los varones duerman con varones y con mujeres... pero para nosotros, es todo sexualidad, y sexualidad en sí misma, para los mulás no es aceptable. [...]

Estos dos pobres chicos tuvieron relaciones sexuales entre sí pero no es de eso de lo que se les acusó oficialmente, y esto es un hecho. La auténtica razón por la que los ejecutaron, en el fondo, fue porque los mulás a menudo hacen un escarmiento en jóvenes indóciles y parece que estos dos habían sido también violados y sodomizados por un mulá local al que querían denunciar públicamente. Como las dos chicas inocentes de 16 y 19 años que ejecutaron los pasados octubre y diciembre... Atefeh Rajabi y Leila Mo'aafi... Dijeron que eran putas pero resultó que habían sido acosadas por mulás locales y cuando intentaron denunciarlos públicamente, las ejecutaron.

Espero que esto lo explique. No puedo explicar más que esto porque si no se es de esa parte del mundo NUNCA se entenderán las cimas de la mentalidad islamo-fascista. Su psicosis es algo que ni siquiera HITLER pudo imaginar y sin embargo no importa lo que los disidentes intentemos explicar a los occidentales... La gente se niega a creer lo que contamos... simplemente porque su parte del mundo no es antigua (o se deshizo del arcaísmo hace muchas lunas) y sus valores son completamente diferentes Y contrapuestos a lo que esa gente de allí hace, dice y piensa.

Lo de que un mulá abusara de ellos en secreto no me resulta nada difícil de creer, especialmente después de ver esta foto tomada en un acto público:



Un segundo mensaje de la señora Zand-Bonazzi no es menos interesante que el primero:
...Toda esa región, excepto una minoría, quiere crecer y progresar. PERO el problema es que cuando nosotros (me considero parte de ese creciente número) estábamos gritándolo por todo el mundo... después de que viniera Jomeini y se hiciera con nosotros... NADIE... NADIE en Occidente quiso escucharnos. No era su problema y cuando les dijimos que se CONVERTIRÍA en su problema porque con el advenimiento del jomeinismo lo que estaba progresando en en las regiones circundantes no sólo se detuvo en seco, sino que empezó a retroceder con todo éxito, todo el camino de vuelta a la Edad Media. Occidente es enormemente responsable y en mi opinión no tanto los Estados Unidos (aunque los Estados Unidos se las han arreglado para estropear bien unas cuantas cosas), EUROPA... esos plutócratas europeos son los que tienen la culpa y aunque odio la idea de las muertes de esas personas inocentes (también hubo iraníes entre los muertos en el autobús el 7-J en Londres), lo siento pero creo que el gobierno británico se lo buscó, pero NO por apoyar la guerra en Irak sino por NO dejar de hacer negocios con islamistas CORRUPTOS como los mulás en todos estos años. Estaban avisados de que los islamofascistas no tienen buenas intenciones para con NADIE en Occidente... pero a los eurobastardos les gusta actuar como si sólo estuvieran los Estados Unidos e Israel.

Debería oir alguno de los sermones de los viernes de alguno de esos mulás que hablan de "bombas lloviendo del cielo sobre desvergonzadas playas nudistas en Europa" y "los gays..." no creería usted algunas de las cosas que salen de sus bocas. De verdad intentamos contar todo lo que podemos pero aún no hay bastante interés. Es triste que TODAVÍA nadie preste suficiente atención.


Yendo de blog en blog en pos de esta noticia me encuentro en Ghost of a Flea con algo que le había leído hace tiempo a José María en un comentario en HispaLibertas, pero que no estará mal recordar ahora:
De acuerdo con un decreto religioso, las condenadas vírgenes deben ser violadas antes de su ejecución, "para que no vayan al Paraíso". Por tanto, la noche antes de la ejecución un guardia viola a la condenada. Después de la ejecución, el juez religioso de la prisión extiende un certificado de matrimonio y lo envía a la familia de la víctima junto con una caja de dulces."
Pero no les llamemos bárbaros: al parecer las violan con anestesia. Al menos en el caso que cuentan inmediatamente después.


Y ¿qué opinan de estas cosas ciertos musulmanes occidentalizados, modernos y progresistas? Pongamos el doctor Ashraf Choudhary, miembro laborista del Parlamento neozelandés (vía Ghost of a Flea):
Durante el programa, que examinaba el fundamentalismo islámico en Nueva Zelanda, se preguntó al doctor Choudhary: "¿Está usted diciendo que el Corán se equivoca al recomendar que en ciertas circunstancias se lapide a los gays hasta que mueran?" Respondió: "No, no. Ciertamente lo que dice el Corán es correcto". Entonces cualificó parcialmente la declaración: "En esas sociedades, no aquí en Nueva Zelanda", dijo.

[...]

El doctor Choudhary emitió más tarde un breve comunicado que decía que él personalmente aborrecía la práctica de la lapidación.

"He sido un devoto musulmán toda mi vida y me atengo a las enseñanzas del Corán", dijo. "Pero como creencia personal, aborrezco la lapidación y me opongo enérgicamente a la violencia".
¿Y qué está antes para un devoto musulmán? ¿Sus creencias personales o las que cree que son las enseñanzas del Corán?
[El doctor Choudhary] apoyó la Ley de Uniones Civiles, diciendo que a pesar del punto de vista musulmán prevalente de que la homosexualidad es inmoral, los musulmanes, como grupo minoritario en Nueva Zelanda, tenían el deber de apoyar los derechos humanos de otros grupos minoritarios.
Ahora, si llegaran a ser mayoritarios... ¿quién sabe?
El ministro de Conservación Chris Carter, homosexual, defendió al doctor Choudhary, con quien dijo que había colaborado estrechamente durante muchos años.

"Es una persona que defendió la ley de Uniones Civiles, es una persona que apoya mucho a las minorías en este país u pienso que es un muy buen neozelandés y ciertamente mis relacinoes con la comunidad musulmana han sido siempre muy positivas."

Sin embargo, dijo que le preguntaría sobre sus puntos de vista.


Me pregunto también qué dirán de esto en los campamentos internacionales revolucionarios anticapitalistas en sus actividades sobre la opresión de las mujeres y de las minorías sexuales (gracias, Fernando). A ver su programa para el día 27, dedicado a Mujer y LGTB:
· Foro:
La opresión de las mujeres y LGBT: un enemigo, el capital
La opresión de las mujeres y la autoorganitzación del movimento feminista
Las mujeres en las luchas obreras
El movimento LGBT y su relación con el movimento antiglobalización

· Talleres mujer:
El movimento autónomo de las mujeres
El derecho al control del cuerpo
Mujeres jóvenes y precariedad
Angela Davis ‘mujer, raza y clase’
La legislación alemana sobre la prostitución
Técnicas de poder
Mainstreaming como herramienta política

· Talleres LGTB:
Homofobia y racismo: divide y vencerás
El SIDA en África: la responsabilidad de los países imperialistas
El asilo político y la cuestión LGBT
La relación entre la teoria queer y el feminismo
La cuestión queer desde una perspectiva internacional
La identidad sexual: el travestismo como cuestión política
El matrimonio homosexual

· Formación:
La opresión de las mujeres

Como no sea si acaso en El asilo político y la cuestión LGBT, va a ser que no dicen nada. O tal vez incluso lo contrario.

20 julio 2005

Dos caminos

Uno de mis objetivos al poner un blogroll corto fue que fuera legible; pero ni aun así consigo leerlo regularmente, y no vi hasta el domingo pasado esta entrada del día 11 en el Belmont Club: Two Points of View. Wretchard reflexiona sobre la asimetría de la firmeza entre las partes en este conflicto:
...es interesante considerar por qué nuestra guerra contra el terror parece críticamente dependiente del foco estratégico del liderazgo nacional, mientras que los terroristas nunca parecen estar en peligro de desistir, aun cuando estén divididos. Apenas pasa una semana sin que los medios informen de alguna confrontación entre facciones de terroristas en Irak. Pero nadie se pregunta si los desmoralizados yihadistas dejarán de atacar a Occidente como resultado. [...]

[...]

[...]La Yihad, después de todo, no parece [...] vulnerable a las vacilaciones de sus líderes. Aun si Osama ben Laden fuera arrestado hoy o se convirtiera al Cristianismo evangélico, sería improbable que la Yihad se extinguiese. Ben Laden no puede "liquidar" su causa en el mismo sentido en el que el primer ministro Zapatero pudo. La diferencia obvia es que los países occidentales se gobiernan constitucionalmente. Sus fuerzas armadas, agencias civiles, incluso el conjunto de sus ciudadanos siguen, estén de acuerdo con ellas o no, las órdenes legales de sus líderes. Y, si sus líderes legales dijeran "deponed las armas", las depondrían. El terrorista islámico no está constreñido por parecidos límites.


Wretchard encuentra alguna luz sobre la implacabilidad del extremismo islámico contra Occidente en un artículo de Lee Harris en Tech Central Station, War in Pieces: The Blood Feud. Para ellos, dice Harris, no es una guerra, sino una "pendencia hereditaria":

Inmediatamente después del 11-S, el consenso general era que estábamos en guerra. Y sin embargo esta evocación del concepto de guerra me desazonaba, porque no acababa de encajar. Las guerras eran algo que los occidentales hacían. Se reñían por razones económicas o por expansión territorial; eran instrumentos de la política; tenían un propósito y un objetivo. Se sabía cuándo empezaban y se sabía cuándo habían acabado. [...] cuando escribí La ideología fantástica de al-Qaeda argumenté que la guerra no era el modelo adecuado para entender al enemigo al que nos enfrentábamos [...]

En la pendencia hereditaria la orientación no es hacia el futuro, como en la guerra, sino hacia el pasado. En la pendencia uno se venga de su enemigo por algo que éste hizo en el pasado. Al-Qaeda justificó el ataque a Nueva York y Washington como venganza contra los Estados Unidos por haber profanado el sagrado suelo de Arabia Saudí con su presencia militar en la Primera Guerra del Golfo. En el ataque a Londres, se estaba castigando a los ingleses por su intervención en Irak y Afganistán.

En la pendencia hereditaria, a diferencia de la guerra, no tiene ningún interés poner al enemigo de rodillas. No se busca que el enemigo se rinda; simplemente interesa matar a algunos de los suyos en venganza de pasadas injurias, reales o imaginarias; y tampoco importa lo más mínimo si las personas que uno mata hoy fueron las culpables de las injurias pasadas que afirma estar vengando. En una pendencia hereditaria, todo miembro de la tribu enemiga es un blanco perfectamente válido para la venganza. Lo que importa es que hay que matar a algunos de ellos; y no necesariamente personas de alguna importancia en su comunidad. Simplemente mátese a alguien del otro lado, y ya se ha hecho lo que ordena la lógica de la pendencia hereditaria.

En la pendencia hereditaria no existe el concepto de victoria decisiva porque no hay ningún deseo de acabar la pendencia hereditaria. La pendencia hereditaria, más bien, funciona como una institución "ética" permanente; es el modo de vivir para quienes participan en ella; es la manera en que llevan la puntuación y mantienen sus propios derechos y privilegios. No se participa en ella para vencer, sino para evitar que venza el enemigo; y por eso el antropólogo de la pendencia hereditaria entre los beduinos, Emrys Peters, escribió estas inquietantes palabras: "La pendencia es eterna".


Observa Wretchard que esta actitud puede estar apareciendo también en Occidente:

Los ciudadanos occidentales están aún centrados en los "grandes asuntos", pero la pérdida personal y la ira están haciendo la guerra menos abstracta. Quieren encontrar a personas concretas que les atacaron en ocasiones específicas para hacer caer sobre ellas un castigo individual. Para muchos la guerra ya no es un trabajo que hacer; es algo personal.

Un camino a la victoria, el camino feo, es igualar la entropía de las sociedades islámicas con una correspondiente entropía en Occidente. El creciente resentimiento contra los inmigrantes islámicos en Europa y la voluntad en aumento en Occidente de ver al Islam e incluso a los musulmanes como el enemigo, son todos signos tempranos de la transformación de la guerra en una pendencia hereditaria. Uno de los temas constantes del Belmont Club es que este desarrollo es indeseable porque, en el límite, resultará en la destrucción de la sociedad islámica y hará de todos nosotros unos asesinos. El camino alternativo escogido por el presidente Bush, pero que los políticos corrientes persiguen sólo con escasa convicción, es reducir la entropía en el mundo islámico haciendo a esos países funcionales, modernos y libres de manera que el concepto de "pendencia hereditaria" llegue a ser tan anacrónico en Riad como lo es en Cleveland. [...]

[...]

[...] Pero si los últimos cuatro años de combates muestran algo, es que es posible que el mundo musulmán se eleve sobre la "pendencia hereditaria". La CNN describe cómo unos aldeanos afganos dieron refugio a un SEAL de la Armada que había conseguido evadir a los talibanes:

[...]
Un aldeano afgano encontró al SEAL [herido] y le ocultó en su aldea, dijo el oficial. De acuerdo con informes militares, combatientes talibanes llegaron al pueblo y pidieron que se les entregara al americano, pero los aldeanos rehusaron. El SEAL escribió una nota que establecía su identidad y posición, y un aldeano la entregó a tropas americanas [...] El comando fue rescatado el 3 de julio.


Uno se pregunta si la izquierda occidental hubiera arriesgado tanto para proteger al SEAL como hicieron estos musulmanes de unas míseras montañas. Los que no, probablemente alegarían que "no tenemos ningún derecho a convertir a los musulmanes en Gunga Dins"; ningún derecho a perturbar el museo etnográfico que encuentran tan curioso, tan atractivo y tan antiimperialista. Mientras tanto, seguirán explotando bombas en Londres y la pendencia hereditaria crecerá como un huevo de serpiente en nuestro seno.


No lo he traducido todo; aún queda lectura en el Belmont Club y en TCS.

12 junio 2005

Horace Mann y la escuela pública (y II)

Como vimos en la primera parte, Christopher Lasch planteaba que los malos resultados del sistema de escuelas públicas preconizado por Horace Mann se debían a defectos no en sus intenciones, que eran las mejores, sino en la sustancia de sus reformas; defectos, incluso, enraizados con las buenas cualidades de Mann.

Por ejemplo, Mann era radicalmente contrario a la guerra. Pero no sólo a la guerra, sino a toda controversia y disensión e "inflamación de las pasiones", como las que producen la propia guerra, las facciones políticas o las diferencias de opinión religiosa, o incluso su mera evocación en la lectura de casi todo lo que no fuesen manuales escolares cuidadosamente redactados:

... estaba convencido de que la renuncia a la guerra y a los hábitos guerreros constituía un síntoma infalible de progreso social, de la victoria de la civilización sobre la barbarie, y se quejaba de que las bibliotecas de la escuela y la ciudad estuvieran llenas de libros de historia que glorificaban la guerra.

[...]

Mann [...] no valoraba positivamente la relación entre las virtudes marciales y la ciudadanía, que que tanta atención había recibido en la tradición republicana. Hasta Adam Smith, cuya economía liberal asestó un duro golpe a esa tradición, lamentaba la pérdida de la virtud armada, cívica: "Evidentemente, un hombre incapaz de defenderse o de vengarse carece de uno de los aspectos más importantes del carácter humano". Para Smith era lamentable que "la seguridad y la felicidad que prevalecen en las épocas de civilidad y de urbanidad" dejaran tan poco espacio para el "ejercicio del desdén por el peligro, la paciencia para soportar el trabajo, el hambre y el dolor". El crecimiento del comercio hacía que las cosas, según Smith, no pudieran ser de otro modo; pero la desaparición de cualidades tan esenciales para la naturaleza humana y, por ello, para la ciudadanía, era un proceso inquietante. La política y la guerra, no el comercio, eran la "gran escuela del dominio sobre sí mismo". El comercio estaba desplazando a "la guerra y la bandería" como negocio principal de la humanidad [...] Por ello, el sistema educativo debía tomar las riendas y mantener los valores que ya no podían adquirirse mediante la participación en los acontecimientos públicos.

Horace Mann [...] tenía una concepción muy distinta de la clase de carácter que quería formar. No compartía en absoluto el entusiasmo de Smith por la guerra ni sus reservas respecto a una sociedad formada por hombres y mujeres amantes de la paz que se ocuparan de sus propios negocios y se mostraran bastante indiferentes respecto a los asuntos públicos. [...] la opinión de Mann sobre la política no era más favorable que su opinión sobre la guerra. Su programa educativo no intentaba suministrar el valor, la paciencia y la fortaleza que antes proporcionaban "la guerra y la bandería". Por eso tampoco se le ocurría pensar que los relatos históricos, con sus emocionantes narraciones de hazañas realizadas cumpliendo con el deber militar y político, pudieran inflamar la imaginación de los jóvenes y ayudarles a estructurar sus aspiraciones. Quizá sería más exacto decir que desconfiaba de cualquier clase de apelación a la imaginación. Su filosofía educativa era hostil a la imaginación como tal. Prefería el hecho a la ficción, la ciencia a la mitología. [...] Pero su idea acerca de las verdades que podrían entregarse a los niños sin perjuicio era harto limitada. [...] Las objeciones de Mann al tipo de historia que se solía contar a los niños se basaban no sólo en que aclamaban las acciones militares, sino en que lo justo y lo injusto estaban mezclados confusamente; como lo están siempre, por supuesto, en el mundo real. Era precisamente este elemento de ambigüedad moral lo que Mann quería eliminar. [...] [Pp. 130-133]

Consideraba además Mann que la educación era algo que había de tener lugar exclusivamente en la escuela y según un plan:

Como muchos otros educadores, Mann quería que los niños recibieran sus impresiones acerca del mundo a través de los que estaban profesionalmente capacitados para decidir lo que era adecuado que supieran en lugar de recoger impresiones fortuitas de relatos —orales y escritos— no pensados expresamente para los niños. Cualquiera que haya pasado mucho tiempo con niños sabe que adquieren gran parte de su comprensión del mundo adulto oyendo cosas que los adultos no quieren necesariamente que oigan, escuchando detrás de la puerta o simplemente teniendo los ojos y los oídos abiertos. La información obtenida de este modo es más viva e influyente que que cualquier otra, ya que permite a los niños situarse imaginariamente en el lugar de los adultos en vez de ser tratados simplemente como objetos del cuidado y el didactismo de los adultos. Pero precisamente esta experiencia imaginaria del mundo adulto —este juego no supervisado de las jóvenes imaginaciones— es lo que Mann quería sustituir por la instrucción formal. [...] no hay indicación alguna en el inmenso corpus de sus escritos sobre educación de que reconociera la posibilidad de que las "grandes realidades de la existencia" se trataran más plenamente en la ficción y la poesía que en ninguna otra clase de escritos.

El gran defecto de la filosofía educativa de Mann era la idea de que la educación sólo tiene lugar en la escuela. [...] Sencillamente no se le ocurría que actividades como la política, la guerra y el amor —asuntos principales de los libros que tanto deploraba— fueran educativos en sí mismos. Creía que la política de partidos en particular era la ruina de la vida americana. [...]

[...]

[...] [la actividad política] generaba controversia, que, podría objetarse, es una parte necesaria de la educación; pero para Mann no era más que una pérdida de tiempo y energía. Dividía a los hombres en lugar de acercarlos. Por esas razones Mann no sólo quería aislar la escuela de las presiones políticas sino mantener la historia política fuera del currículum. No podía ignorarse completamente esa asignatura, porque de otro modo los niños sólo obtendrían "el conocimiento que pudieran sacar de las airadas discusiones políticas o de los periódicos de los partidos"; pero había que proporcionar instrucción sobre "la naturaleza de un gobierno republicano" para subrayar sólo "aquellos artículos del credo del republicanismo aceptados por todos, creídos por todos y que constituyen la base común de nuestra fe política". [...]

[...] Ya es bastante malo que presentara los principios del partido Whig como principios comunes a todos los americanos protegiéndolos así de toda crítica razonable. Lo que es aún peor es el modo en que su blanda tutela privaba a los niños de todo lo que podría atraer la imaginación o —en su propias palabras— las pasiones. [Pp. 133-135]

Mann era hombre de serios principios morales, que sus escuelas habrían de transmitir a los niños:

La concepción manniana de la educación política era inseparable de de su concepción de la educación moral, de su persistente oposición a una formación meramente intelectual. [...] En la tradición republicana —de la que el republicanismo de Mann no era más que un eco lejano— el concepto de virtud se refería al honor, el ardor, la sobreabundancia de energía y el uso más pleno de todas las facultades. Para Mann la virtud sólo era el pálido opuesto del "vicio". La virtud era "la sobriedad, la frugalidad, la probidad", cualidades que difícilmente podían apoderarse de la imaginación de los jóvenes.

El tema de la moralidad nos lleva al de la religión, que es donde se ven más claramente las limitaciones de Mann. [...] Se mantuvo firme en la necesidad de impedir una formación religiosa basada en las doctrinas de cualquier denominación particular. [...] dejó claro que tampoco había que tolerar la existencia de "un sistema rival de escuelas 'particularistas' o 'sectarias'". [...]

[...] No bastaba con mantener las iglesias fuera de las escuelas públicas. Era necesario mantenerlas completamente al margen de toda la vida pública, para que los sonidos "discordantes" de la discusión religiosa no ahogasen el "sistema único, indivisible y glorioso del cristianismo" y provocaran la "vuelta de Babel". El mundo perfecto, tal como existía en la cabeza de Mann, era un mundo en el que todos estarían de acuerdo, una ciudad celestial donde los ángeles cantarían al unísono. Reconocía con tristeza que "apenas podemos concebir un estado de la sociedad sobre la tierra tan perfecto que excluyera todas las diferencias de opinión", pero al menos era posible relegar todas las discusiones "sobre los derechos" y otros asuntos importantes a los márgenes de la vida social, impedirles la entrada en las escuelas y, en consecuencia, en el ámbito público general.

Nada de esto significaba que las escuelas no debieran enseñar religión. Sólo significaba que deberían enseñar la religión común a todos, o al menos a todos los cristianos. Habría que leer la Biblia en la escuela, dejándola "hablar por sí misma", sin comentarios que pudieran suscitar discrepancias. [...] la mezcla resultante está tan aguada que hace dormir a los niños en lugar de provocar sentimientos de sobrecogimiento y admiración. [Pp. 135-136]


Orestes Brownson advirtió la naturaleza profundamente conservadora reaccionaria de tal método:

Orestes Brownson [...] señaló en 1839 que el sistema de Mann, al suprimir todo lo distintivo en religión, sólo dejaría un residuo inocuo. "Una fe que sólo incluya generalidades no es mejor que ninguna fe". Para Brownson, a los niños educados en un benigno y no sectario "cristianismo que queda en nada", en escuelas en las que "se enseñará mucho en general pero nada en particular", se les niega su derecho de nacimiento. Se les enseñaría "a respetar y conservar lo que hay"; se les advertiría contra "la disipación de la gente, la turbulencia y la brutalidad del populacho", pero en ese sistema nunca aprenderían a "amar la libertad".

[...] [Brownson], al contrario que Mann, entendía que la verdadera educación no se producía en las escuelas. [...] Estas consideraciones, junto con la extensa discusión de Brownson acerca de la prensa y el liceo, parecían apuntar a la conclusión de que era más probable que las personas llegaran a amar la libertad exponiéndose a la controversia pública de amplio alcance, a la "influencia sin obstáculos de la mente sobre la mente".

La controversia pública de amplio alcance era precisamente, como hemos visto, lo que Mann quería evitar. En su opinión, del choque de opiniones y el ruido y el calor de la discusión política y religiosa no podía salir nada de valor educativo. [...]

Horace Mann no estaría satisfecho con nuestro sistema educativo tal como existe en la actualidad. Estaría, por el contrario, horrorizado. De todas formas, esos horrores son, al menos indirectamente, consecuencia de sus propias ideas, desprovistas del idealismo moral con el que una vez estuvieron relacionadas. Hemos incorporado a nuestras escuelas lo peor de Mann, y nos las hemos arreglado de alguna manera para olvidar lo mejor. Hemos profesionalizado la enseñanza exigiendo complicados requisitos para obtener el certificado, pero no hemos logrado institucionalizar la concepción de Mann de la enseñanza como una vocación honorable. [...] La burocratización de la enseñanza [...] socava la autonomía del maestro, sustituye el juicio del maestro por el de los administradores y disuade a las personas dotadas para la enseñanza de dedicarse a esa profesión. [...] Compartimos la desconfianza de Mann en la imaginación y su concepción estrecha de la verdad[...]; pero el catálogo de hechos que se consideran permisibles actualmente está aún más patéticamente restringido que en los días de Mann. [...]

Creemos, como Mann, que la escolarización es la panacea de todos nuestros males. [...] Si hay una lección que deberíamos haber aprendido [...] es que la escuela no puede salvar a la sociedad. La delincuencia y la pobreza siguen con nosotros, y la distancia entre los ricos y los pobres no deja de crecer. Mientras tanto nuestros niños, incluso los adultos jóvenes, no saben leer ni escribir. Quizás haya llegado la hora —si es que no ha pasado ya— de empezar otra vez desde el principio. [Pp. 136-139]


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Los extractos citados proceden del capítulo 8º (Las escuelas públicas: Horace Mann y el ataque a la imaginación) de La rebelión de las élites y la traición a la democracia, de Christopher Lasch, en traducción de Francisco Javier Ruiz Calderón; Paidós Ibérica, Barcelona, 1996.

05 junio 2005

Ah, se me olvidaba...

Queda inaugurado este blog.

Horace Mann y la escuela pública (I)

El pasado noviembre, José Carlos Rodríguez escribió sobre segregación y educación pública en los Estados Unidos hacia fines del siglo XIX y principios del XX, en el contexto de la educación pública concebida como el entrenamiento de un dócil "ejército industrial". Pero el problema no está sólo en la intención de los planificadores del sistema.

Como aprendí en un fascinante libro de Christopher Lasch que recomiendo encarecidamente, La rebelión de las élites y la traición a la democracia (editado en español por Paidós), en los decenios de 1830 y 1840 tuvo lugar en los Estados Unidos un vivo debate sobre la instauración de un sistema público de educación, cuyo máximo propugnador fue Horace Mann, Secretario de Educación de Massachusetts entre 1837 y 1848. Sus motivos eran los más nobles:
Es cierto que [Mann] recurrió a distintos argumentos a favor de las escuelas públicas, entre ellos el de que servirían para enseñar el hábito de la constancia en el trabajo; pero insistía en que el hábito de la constancia no sólo sería beneficioso para los patrones, sino también para los trabajadores, y para corroborarlo mencionaba los salarios más altos que ganaban los que disfrutaban de las ventajas de una buena educación. Además, tenía el cuidado de señalar que la valoración positiva de los efectos de la escolarización sobre "la fortuna o bienes mundanos" de los hombres estaba lejos de ser el argumento "más elevado" a favor de la educación. De hecho, podría considerárselo con justicia como "el más bajo". Para Mann, otros argumentos más importantes en favor de la educación eran la "difusión de conocimientos útiles", la promoción de la tolerancia, la igualación de las oportunidades, el "aumento de los recursos nacionales", la erradicación de la pobreza, la superación de "la imbecilidad y la apatía mental", el fomento de las luces y el saber en lugar de "la superstición y la ignorancia" y la sustitución de la coerción y la guerra por medios pacíficos de gobierno. [Página 127]
En vena profética, creía su proyecto necesario para cumplir la misión de América, una misión de elevadas exigencias morales:
Deploraba los extremos de pobreza y riqueza —la "teoría europea" de la organización social, como él la llamaba— y defendía la "teoría de Massachusetts", que insistía en "la igualdad de situación" y "el bienestar humano". Mann creía que los americanos habían "huido" de Europa ante todo para sustraerse a los "extremos por arriba y por abajo", y la reaparición de esos extremos en la Nueva Inglaterra del siglo XIX debería suponer una terrible vergüenza para sus compatriotas. [...] La sensibilidad ante la misión de América producía "más humillación que orgullo". América debería haber "permanecido como un símbolo brillante y un ejemplo para el mundo", y en lugar de eso se estaba hundiendo en el materialismo y la indiferencia moral. [P. 128]
Y auguraba graves males si América fracasaba en esa misión:
Para Mann, los "sucesivos poseedores" de las propiedades eran "depositarios, ligados a un cumplimiento fiel de su compromiso por las obligaciones más sagradas". Si no las cumplían, les cabía esperar "terribles retribuciones" en forma de "pobreza e indigencia", "violencia y desgobierno", "desenfreno y libertinaje", "disolución política y perfidia legalizada". [P. 129]
Y, nos cuenta Lasch, los americanos escucharon al profeta:
Los esfuerzos de Mann [..] lograron un éxito espectacular [...]. Sus compatriotas acabaron atendiendo a sus exhortaciones. Construyeron un sistema de escuelas públicas para todas las clases sociales. Rechazaron el modelo europeo, que daba una educación liberal a los hijos de los privilegiados y una formación profesional a las masas. Abolieron el trabajo infantil e hicieron obligatoria la asistencia a la escuela, como Mann había pedido. Establecieron una estricta separación entre la Iglesia y el Estado, protegiendo la escuela de influencias sectarias. Reconocieron la necesidad de una formación profesional de los profesores, y erigieron un sistema de escuelas normales para lograrlo. Siguieron el consejo de Mann de que la instrucción no sólo incluyera asignaturas académicas sino también "las leyes de la salud", música vocal y otras disciplinas formadoras del carácter. Incluso siguieron su consejo de que en el personal de las escuelas hubiera un gran número de mujeres, compartiendo su creencia de que las mujeres podían utilizar mejor que los hombres el pacífico arte de la persuasión para manejar a los alumnos. Honraron a Mann, todavía en vida, como el padre fundador de sus escuelas. Aunque Mann fue un profeta en algunos aspectos, fue un profeta honrado en su tierra. Su éxito superó los sueños más fantásticos de la mayor parte de los reformadores; pero el resultado fue el mismo que si hubiera fracasado. [Pp. 129-130]

Mann triunfó, pero no sin debate. Hubo quienes, tras los resultados a que se refiere Lasch, hubieran podido exclamar: "¡Os lo dije!"; por ejemplo, Orestes Brownson. Brownson también había sido partidario de la educación pública, aunque ya entonces había expresado su preocupación por el posible resultado de tal educación. Predijo una decadencia de la autoridad parental y que los niños serían conformados como "animales bien entrenados" (cita en el enlace precedente). Su oposición se fundamentaba, precisamente como el apoyo de Mann, en el ideal social de la república estadounidense:
Ese ideal era nada menos que el de una sociedad sin clases, lo que significaba no sólo la ausencia de privilegios hereditarios y distinciones de rango reconocidas legalmente, sino también la negativa a tolerar la separación entre el estudio y el trabajo. El concepto de una clase trabajadora era inaceptable para los americanos porque, además de la institucionalización del trabajo asalariado, suponía el abandono de lo que para muchos de ellos constituía la promesa central de la vida americana: la democratización de la inteligencia. [...] la clase trabajadora exigía como antítesis necesaria la existencia de una clase instruida y ociosa. Implicaba una división social del trabajo que recordaba los días del clericalismo, cuando el monopolio clerical del conocimiento condenaba a los laicos al analfabetismo, a la ignorancia y a la superstición. Muchos consideraron la ruptura de ese monopolio —la más perniciosa de las restricciones comerciales, ya que no sólo interfería en la circulación de los productos, sino también en la de las ideas— como el logro culminante de la revolución democrática. La reintroducción de una especie de hegemonía clerical sobre la mente desharía lo logrado y haría renacer el antiguo desprecio por las masas y por la vida cotidiana tan característico de las sociedades sacerdotales. Recrearía el rasgo más aborrecible de las sociedades de clases: la separación del saber y de la experiencia cotidiana.

[...]

[Brownson] señaló que las reformas educativas de Horace Mann, en vez de democratizar la inteligencia, crearían una forma moderna de sacerdocio erigiendo un 'establishment' facultado para imponer las "opiniones dominantes" en las escuelas públicas. "Sería lo mismo tener una religión establecida por ley", sostenía Brownson, "que un sistema educativo" que sólo serviría, como todas las jerarquías sacerdotales, como el "medio más eficaz posible de controlar la indigencia y el crimen y hacer que los ricos estén seguros con sus posesiones". Como "el antiguo ministerio sacerdotal" se había "abolido", Mann y sus aliados pretendían hacerlo renacer promoviendo la escuela a costa de la prensa, el instituto y los otros medios de educación popular. Dando al sistema escolar el control exclusivo de la educación, las reformas de Mann suscitarían una división del trabajo cultural que debilitaría la capacidad de las personas de aprender por sí mismas. La función docente se concentraría en una clase de especialistas profesionales, cuando debería estar difundida por toda la comunidad. Un 'establishment' educativo era tan peligroso como uno sacerdotal o militar. Sus defensores habían olvidado que los niños se educaban mejor "en las calles, bajo la influencia de sus compañeros... por las pasiones y afectos que ven manifestarse, las conversaciones que escuchan y, sobre todo, por los objetivos, hábitos y tono moral de la comunidad en general". [...] "La misión de este país", decía [Brownson], consistía en "elevar a las clases trabajadoras y hacer que todos los hombres fueran realmente libres e independientes". Ese objetivo era totalmente incompatible con una "división de la sociedad en trabajadores y ociosos, patrones y operarios"; en "una clase instruida y una ignorante, una clase culta y una inculta, una refinada y una vulgar". [Pp. 61 y ss.]
Frente a esta concepción, los que Abraham Lincoln llamó "teóricos de la viga inferior" (mud-sill, el tronco más bajo de una construcción de madera, hundido en el fango) se basaban en la premisa de que "toda civilización tiene que apoyarse en una u otra forma de trabajo forzado, degradado", ya fuera por esclavos o por asalariados sin perspectiva de mejorar de estado, y por tanto cuanto más dóciles mejor [pp.63-64]. Por supuesto, la conveniencia de la educación para el común de las gentes según uno y otro modelo de sociedad difiere algún tanto:
Cuando Lincoln aseguraba que los defensores del trabajo no sindicado "insistían en la educación universal", no quería decir que la educación sirviera como un medio para la movilidad ascendente. Quería decir que se esperaba que los ciudadanos de un país libre trabajaran con la cabeza además de con las manos. Los teóricos de la "viga inferior", por el contrario, sostenían que "el trabajo y el estudio son incompatibles". Condenaban la educación de los trabajadores por "inútil" y "peligrosa". En su opinión era una "desgracia" que los trabajadores "tuvieran cabeza en absoluto". Los defensores del trabajo no sindicado, por su parte, afirmaban que "la cabeza y las manos deben cooperar como amigas; y que [cada] cabeza en particular debe dirigir y controlar ese par de manos en particular". [P. 65]

No parece, por lo poquísimo que sé, que Horace Mann fuese un "teórico de la viga inferior", pero el argumento de Orestes Brownson apuntaba precisamente a que sus bienintencionadas reformas, que significarían la creación de una clase docente monopolística cuasisacerdotal, habrían de tener el mismo efecto. Como hemos visto antes, Lasch no está lejos del acuerdo con Brownson en este punto:
¿Por qué el éxito del proyecto de Mann provocó los desastres políticos y sociales que había predicho con exactitud pavorosa para el caso de que hubiera fracasado? Al plantear así el problema suponemos que había una deficiencia intrínseca en la concepción educativa de Mann, que su proyecto contenía un defecto de origen. El defecto no estribaba en el entusiasmo de Mann por el "control social" o en la tibieza de su humanitarismo. La historia de la reforma —con su elevado sentido de misión, su devoción por el progreso y el avance, su entusiasmo por el progreso económico y la igualdad de oportunidades, su humanitarismo, su amor a la paz y su odio a la guerra, su confianza en el Estado del bienestar y, sobre todo, su amor a la educación— es la historia del liberalismo, no del conservadurismo. Si el movimiento de reforma produjo una sociedad que se parece poco a lo que nos prometía, no tenemos que preguntarnos si el movimiento de reforma fue insuficientemente liberal y humanitario, sino si el humanitarismo es la mejor fórmula para una sociedad democrática. [P. 130]

(Segunda parte).

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Las citas proceden de los capítulos 3º (La oportunidad en la Tierra Prometida) y 8º (Las escuelas públicas: Horace Mann y el ataque a la imaginación) de La rebelión de las élites y la traición a la democracia, de Christopher Lasch, en traducción de Francisco Javier Ruiz Calderón; Paidós Ibérica, Barcelona, 1996.

01 junio 2005

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