07 agosto 2008

Jerónimo Coignard, amigo imaginario

No se exceptuó bastante del desprecio universal que le inspiraron los hombres. Faltóle la magnífica ilusión que sostuvo a Bacon y a Descartes, quienes después de no creer en nadie acabaron por tener fe en sí mismos. Dudó de las verdades que llevaba consigo y sembró sin solemnidad los tesoros de su inteligencia. No alentó en sí, como todos los confeccionadores de ideas, la convicción de hallarse por encima de los mayores genios. Es un defecto imperdonable, porque la gloria solo se ofrece a los que la solicitan. En el señor abate Jerónimo Coignard constituía este rasgo de carácter una debilidad y una inconsecuencia; puesto que llegaba a los últimos límites en audacia filosófica, no debía tener escrúpulos en proclamarse el primero de los hombres; pero su corazón era siempre sencillo y su alma cándida, y aquella insuficiencia de un espíritu que no supo remontarse le ocasionó un perjuicio irreparable.

[...]

Robespierre era un optimista, confiado en la virtud. Los políticos de su temple hacen todo el daño posible. Si se trata de conducir a los hombres, es preciso no perder de vista que son monos perversos. Solamente con este criterio puede ser humano y bondadoso un político. La locura de la Revolución consistió en querer instituir la virtud sobre la Tierra. Cuando se quiere que los hombres sean buenos y sabios, libres, moderados y generosos, se llega fatalmente a quererlos matar a todos. Robespierre confiaba en la virtud, y le debemos el Terror. Marat confiaba en la justicia, y pidió doscientas mil cabezas. El señor abate Coignard es acaso entre todos los ingenios del siglo XVIII aquel cuyos principios se oponen más francamente a los de la Revolución. El no hubiera firmado una sola línea de la Declaración de los Derechos del Hombre, fundado en la exagerada e inicua separación que allí se establece entre el hombre y el gorila.


Así dice Anatole France de su personaje Jerónimo Coignard, hoy amigo imaginario de K Budai. Opiniones del propio abate son estas:

En una democracia –decía el señor Coignard- el pueblo está sometido a su voluntad, lo cual es muy dura esclavitud. Realmente, el pueblo es tan extraño y contrario a su propia voluntad como pudiera serlo a la del príncipe, porque de la voluntad común solo se encuentra poco o nada en cada uno, y, sin embargo, cada uno padece por entero su violencia. El sufragio universal no es más que un engañabobos, como la paloma que llevó los Santos Óleos en el pico. El gobierno popular, lo mismo que la monarquía, descansa sobre ficciones y vive de expedientes. Importa solo que las ficciones sean aceptadas y afortunados los expedientes.

[...]

Aunque le supongamos [al Demos] un firme conocimiento de sus propósitos, no es posible que sepa nunca de qué modo han de realizarse, ni siquiera si son realizables. Su autoridad, malamente impuesta, será malamente obedecida y se considerará traicionada. Los diputados que envíen a sus Estados generales alimentarán con ingeniosas mentiras sus ilusiones, hasta que sucumban bajo el peso de sospechas injustas o legítimas. Esos Estados obrarán conforme a la vulgaridad confusa de las muchedumbres de que proceden. Incesantemente devanarán oscuros y múltiples pensamientos. Encargarán a los jefes del Gobierno que ejerzan voluntades vagas, de las que ni ellos mismos logren darse cuenta, y a sus ministros, menos dichosos que el Edipo de la fábula, los devorará, unos tras otro, la Esfinge de cien cabezas por no haber adivinado el enigma, cuyo sentido ignoraba también la propia Esfinge. Su mayor desdicha consistirá en resignarse a la impotencia y en hablar a la hora de actuar. Se convertirán en retóricos, y habrán de ser forzosamente malísimos retóricos, porque al talento acompaña siempre alguna claridad, y la claridad los perdería. Deben aprender la manera de hablar sin decir nada, y los menos tontos se verán condenados a mentir más que los otros, por lo cual los más inteligentes serán los más despreciables. Si existieran aún hombres bastante discretos para convenir tratados, ordenar la Hacienda y atender a los negocios públicos, sus conocimientos de nada les servirían por falta del tiempo indispensable para ponerlos en práctica, y el tiempo es la base de las grandes empresas.

Esa condición humillante desanimará a los buenos y despertará las ambiciones de los malos. Por todas partes las incapacidades ambiciosas se alzarán desde el fondo de los caseríos a los principales empleos del Estado, y como la honradez no es natural en el hombre, sino que debe ser cultivada con minuciosas precauciones y artificios incesantes, aparecerá una muchedumbre de concusionarios que se lanzarán sobre el Tesoro público. El mal se agravará mucho con el escándalo, pues en un Gobierno popular es muy difícil ocultar nada, y por culpa de algunos, todos resultarán sospechosos.

No deduzco de esto, hijo mío, que los pueblos sean entonces más desgraciados que ahora. En nuestras entrevistas anteriores he tratado ya de haceros comprender que no considero el porvenir de las naciones pendiente del príncipe ni de sus ministros, y que se atribuye a las leyes una importancia excesiva cuando se las supone fuente de la prosperidad o de la miseria pública. Sin embargo, la abundancia de leyes es funesta, y temo que los Estados generales abusen aún más de su facultad legisladora.


Mucho más escriben digno de leerse acerca de lo humano Coignard, France y K Budai. ¡Id!

4 comentarios:

Germánico dijo...

Vaya sabio. Ojalá le leyesen (y le entendiesen) los idolatradores de la democracia.

belaborda dijo...

Lo he transcrito como comentario en blog,s alguna vez, imagino -y pudiera ser que lo hayas leído-, pero lo hago aquí de nuevo porque en cuanto a tu anotación creo que no estorba:
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'No hay más que tres resortes fundamentales de las acciones humanas, y todos los motivos posibles solo se relacionan con estos tres resortes. En primer término, el egoísmo, que quiere el bien propio y no tiene límites; después, la perversidad, que quiere el mal ajeno y llega hasta la suma crueldad; y por último, la conmiseración, que quiere el bien del prójimo y llega hasta la generosidad, la grandeza del alma. Toda acción humana debe referirse a uno de estos tres móviles, o aun dos a la vez.' [Schopenhauer en 'La moral' de 'El amor y otras pasiones'].
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Pues eso.

Marzo dijo...

O los idolatradores de cualquier ídolo, Germánico.

No estorba en absoluto, Belaborda. Pero veo tu Schopenhauer y subo un C.S. Lewis:

"De todas las tiranías, una tiranía ejercida por el bien de su víctimas puede ser la más opresiva. Puede ser mejor vivir bajo barones ladrones que bajo metomentodos morales omnipotentes. La crueldad del barón ladrón puede dormir a veces, su codicia puede quedar saciada en algún punto; pero quienes nos atormentan por nuestro propio bien nos atormentarán sin fin, pues lo hacen con la aprobación de sus conciencias."


El rasgo que más me gusta del abate Coignard está en la primera frase de France que transcribo: "No se exceptuó del desprecio universal que le inspiraron los hombres". ¡Un pensador que no olvida que es humano! No es maravilla que sea personaje de ficción.

belaborda dijo...

Y yo paro mientes en esa primera frase de France que transcribes y digo que me ha llamado la atención más de una vez cómo en toda religión de grandes vuelos, de cuasi universal aprobación o respeto [cristianismo e islam, básicamente], late un inmenso desprecio por los hombres, de cuya categoría vienen a excluirse los fundadores -al contrario de ese ente de ficción despreciador que citas- haciéndose Dios o, al menos, su enviado y su profeta. Se fundamentan, creo, en el hecho único de considerarlos caídos, perdidos, merecedores de sus sufrimientos; y se imponen como misión su redención.