...Sería para mí una gran satisfacción el poder apoyar esta moción. Me es siempre lamentable hallarme, en una cuestión pública, enfrentado a quienes son llamados —a veces como un honor, y a veces con intención de ridiculizarles— filántropos. De todas las personas que participan en los asuntos públicos son aquellos por quienes, en conjunto, siento el mayor respeto; pues les es característico el dedicar su tiempo, su esfuerzo y mucho de su dinero a objetos puramente públicos, con una menor mezcla de egoísmo personal o de clase que cualquiera otra clase de políticos. En casi todas las grandes cuestiones, a casi ningunos otros se hallará tan constantemente, y casi uniformemente, del lado de lo correcto; y rara vez yerran, excepto por una aplicación exagerada de algún principio justo y de elevada importancia.
En el mismo asunto que ahora nos ocupa, todos conocemos qué señalado servicio han prestado. Es gracias a sus esfuerzos como nuestras leyes criminales —que en tiempos que yo recuerdo ahorcaban por robar por valor de cuarenta chelines en una casa habitada; leyes en virtud de las cuales cualquiera que subiese o bajase de Ludgate Hill podía ver hileras de seres humanos suspendidos ante Newgate— han relajado tanto su extremadamente repugnante y extremadamente impolítica ferocidad, que el asesinato agravado es ahora prácticamente el único crimen que cualquiera de nuestros tribunales legales castiga con la muerte; e incluso estamos ahora deliberando si debería retenerse la última pena en ese solitario caso. Este enorme avance, no sólo para la humanidad, sino para los fines de la justicia penal, se lo debemos a los filántropos; y si se equivocan, como no puedo menos que pensar, en el presente caso, es sólo al no percibir los oportunos tiempo y lugar para detener una carrera hasta ahora tan eminentemente beneficiosa.
Señor, hay un punto en el que pienso que esta carrera debería detenerse. Cuando se ha mostrado a todos, por pruebas concluyentes, que se ha cometido el mayor crimen conocido por la Ley; y cuando las circunstancias concurrentes no sugieren ninguna paliación de la culpa, ninguna esperanza de que el culpable pudiera ser aún no indigno de vivir entre la humanidad, nada que haga probable que que el crimen fuera una excepción en su carácter más que una consecuencia de él, entonces confieso que me parece que privar al criminal de la vida de la cual ha demostrado ser indigno —borrarle solemnemente de la comunidad humana y del catálogo de los vivos— es la manera más apropiada, así como ciertamente la más impresionante, en la cual la sociedad puede adherir a un crimen tan grande las consecuencias penales que, por la seguridad de la vida, es necesario unirle.
Defiendo esta pena, cuando se la confina a casos atroces, por la misma razón por la cual se la ataca comúnmente: por humanidad hacia el criminal; como, sin comparación, el modo menos cruel en el cual es posible disuadir adecuadamente del crimen. Si, en nuestro horror por infligir la muerte, nos esforzamos en diseñar algún castigo para el criminal viviente que actúe en la mente humana con una fuerza disuasoria comparable en alguna medida con la de la muerte, nos veremos llevados a sufrimientos menos severos por cierto en apariencia, y por tanto menos eficaces, pero mucho más crueles en realidad. Pocos, pienso, se aventurarían a proponer como castigo para el asesinato agravado menos que la prisión con trabajos forzados de por vida; ese es el sino al cual consignaría a un asesino la misericordia que no osa darle muerte. Pero ¿se ha considerado lo bastante qué suerte de misericordia es esta, y qué clase de vida le deja? Si, en efecto, el castigo no se inflige verdaderamente —si se convierte en la ficción en la que hace unos años se estaban rápidamente convirtiendo tales castigos— entonces, en efecto, su adopción sería casi equivalente a renunciar del todo al intento de reprimir el asesinato. Pero si realmente es lo que profesa ser, y si se hace presente con todo su rigor en la imaginación popular, como muy probablemente no se haría, pero como debe hacerse si ha de tener eficacia, será tan horrible que, cuando la memoria del crimen ya no sea reciente, habrá una dificultad casi insuperable para ejecutarlo.
¿Qué comparación puede realmente haber, en punto a severidad, entre consignar a un hombre al breve dolor de una muerte rápida y emparedarle en una tumba viviente, para languidecer allí durante la que puede ser una larga vida en el esfuerzo más duro y monótono, sin ninguno de sus alivios ni recompensas; privado de todo espectáculo y sonido placenteros y separado de toda esperanza terrenal, excepto una leve mitigación de las restricciones corporales o una pequeña mejoría en la dieta? Y sin embargo una suerte como esta, por no haber ningún momento en el que el sufrimiento sea de intensidad aterradora y, sobre todo, por no contener el elemento, tan imponente para la imaginación, de lo desconocido, se considera universalmente un castigo más suave que la muerte; figura en todos los códigos como una mitigación de la pena capital, y como tal se la acepta con gratitud.
Pues es característico de todos los castigos que dependen para su eficacia de la duración (de todos, por tanto, los que no son corporales o pecuniarios) que son más rigurosos de lo que parecen; mientras que es, por el contrario, una de las más firmes recomendaciones que puede tener un castigo el parecer más riguroso de lo que es; pues su poder en la práctica depende mucho menos de lo que es que de lo que parece. No hay, pensaría yo, ningún sufrimiento infligido por humanos que impresione a la imaginación de manera tan enteramente desproporcionada a su auténtica severidad como la pena de muerte. Debe ser ciertamente suave el castigo que no añada más a la suma de la miseria humana que lo que necesaria o directamente añade la ejecución de un criminal. Como mi honorable amigo el Miembro por Northampton [el sr. Gilpin] ha hecho notar, lo más que las leyes humanas pueden hacer a nadie en lo tocante a la muerte es acelerarla; el hombre habría muerto en cualquier caso; no tanto tiempo después y en conjunto, me temo, con una cantidad considerablemente mayor de sufrimiento corporal. Se pide, pues, a la sociedad que se desnude a sí misma de un instrumento de castigo que, en los graves casos en los que únicamente es aplicable, lleva a efecto sus propósitos con un coste en sufrimiento humano menor que cualquier otro; que, inspirando más terror, es menos cruel en realidad que cualquier castigo que debiéramos considerar para sustituirlo.
Mi honorable amigo afirma que no inspira terror, y que la experiencia prueba que es un fracaso. Pero la influencia de un castigo no ha de estimarse por su efecto en criminales encallecidos. Aquellos a quienes su modo de vida habitual tiene siempre, por así decirlo, a la vista del patíbulo, llegan en efecto a preocuparse menos; como, para comparar cosas buenas con malas, a un viejo soldado no le afecta mucho la posibilidad de morir en combate. Puedo permitirme admitir todo lo que a menudo se dice de la indiferencia hacia la horca de los criminales profesionales. Aunque de esa indiferencia probablemente un tercio es bravata y otro tercio confianza en que tendrán la suerte de escapar, es bastante probable que el último tercio sea auténtico. Pero la eficacia de un castigo que actúa principalmente mediante la imaginación ha de estimarse sobre todo por la impresión que hace en quienes son aún inocentes; por el horror con que rodea las primeras incitaciones de la culpa; la influencia restrictiva que ejercita sobre los comienzos del pensamiento que, de ser consentido, daría en tentación; el freno que ejerce sobre la caída gradual hacia el estado —que nunca se alcanza repentinamente— en el que el crimen ya no repugna y el castigo ya no aterra.
En cuanto a lo que se llama el fracaso de la pena capital, ¿quién es capaz de juzgarlo? Sabemos en parte quiénes son aquellos a quienes no ha disuadido; pero ¿quién hay que sepa a quién ha disuadido, o a cuántos seres humanos ha salvado que habrían llegado a ser asesinos de no haber esa horrible asociación circundado la idea del asesinato desde su más temprana infancia? No olvidemos que el hecho más imponente pierde su poder sobre la imaginación si se abarata demasiado. Cuando un castigo adecuado solamente para los más atroces crímenes se prodiga sobre ofensas menores hasta que el sentimiento humano retrocede ante él, entonces, ciertamente, deja de intimidar, porque deja de creerse en él. El fracaso de la pena capital en casos de robo se explica fácilmente: el ladrón no creía que se le fuese a infligir. Había aprendido por experiencia que los jurados cometerían perjurio antes que hallarle culpable; que los jueces se aferrarían a cualquier excusa para no sentenciarle a muerte, o para recomendar clemencia; y que si, ni jurados ni jueces eran misericordiosos, había aún esperanzas en una autoridad superior a ambos.
Llegadas las cosas a este punto era hora de desistir del vano intento. Cuando es imposible infligir un castigo, o cuando infligirlo se convierte en un escándalo público, la ociosa amenaza no puede desaparecer demasiado pronto del código penal. Y, en el caso de la hueste de ofensas que antes fueron capitales, me regocija de corazón que se hiciese impracticable ejecutar la ley. Si el mismo estado del sentimiento público llega a existir en el caso del asesinato; si llega la hora en que los jurados rehusen encontrar culpable a un asesino; cuando los jueces no le sentencien a muerte, o recomienden clemencia para con él; o cuando, si jurados y jueces no rehuyen su deber, los Ministros del Interior, bajo la presión de diputaciones y memoriales, rehuyen el suyo, y la amenaza se convierte, como en los otros casos, en vana; entonces, ciertamente, puede llegar a ser necesario hacer en este caso lo que se hizo en los otros: abrogar la pena.
Ese tiempo puede llegar; mi honorable amigo piensa que casi ha llegado. No sé si lo lamentaba o se enorgullecía de ello, pero él y sus amigos tienen derecho a enorgullecerse; pues si llega habrá sido por obra suya, y habrán logrado lo que no puedo sino llamar una victoria fatal, pues la habrán alcanzado trayendo, si me perdonan por decirlo así, una enervación, un afeminamiento de la opinión general del país. Pues ¿qué, sino afeminamiento, es quedar muchísimo más conmocionado por tomar la vida de un hombre que por privarle de todo lo que hace la vida deseable o valiosa? ¿Es la muerte, entonces, el peor de todos los males terrenales? Usque adeone mori miserum est? ¿Es, ciertamente, tan terrible morir? ¿No ha sido desde antiguo una parte principal de una educación viril el hacernos desdeñar la muerte; enseñarnos a tenerla, si acaso por un mal, de ninguna manera por uno de los peores; en cualquier caso por uno inevitable, y a sostener, por así decirlo, nuestras vidas en nuestras manos, preparados para entregarlas o arriesgarlas en cualquier momento por una causa lo bastante valiosa?
Estoy seguro de que mis honorables amigos saben tan bien todo esto y tienen tanto de todos estos sentimientos como cualquiera del resto de nosotros; posiblemente más. Pero no puedo pensar que sea éste verosímilmente el efecto de su enseñanza en la opinión general. No puedo pensar que el cultivo de una peculiar sensibilidad de la conciencia en este único punto, por encima de lo que resulta del cultivo general de los sentimientos morales, sea permanentemente consistente con el asignar, en nuestras propias mentes, al hecho de la muerte no más que el grado de importancia relativa que le pertenece entre los otros incidentes de nuestra humanidad. Los hombres de antaño se preocupaban demasiado poco de la muerte, y entregaban sus propias vidas o tomaban las ajenas con igual temeridad. Nuestro peligro es de la especie opuesta: que nos conmocione tanto la muerte, en general y en abstracto, que nos preocupemos demasiado por ella en casos individuales, tanto de otras personas como nuestros, que precisen que se la arriesgue. Y no estoy poniéndome en lo peor, pues la experiencia de otros países muestra que el horror del verdugo en manera alguna implica necesariamente horror del asesino. El reducto, como todos sabemos, del asesinato por precio en el siglo XVIII era Italia; y sin embargo se dice que en algunas de las poblaciones italianas la ejecución de una muerte por sentencia de ley era ofensiva y revulsiva en el más alto grado para el sentimiento popular.
Mucho se ha dicho de la santidad de la vida humana y del absurdo de suponer que podemos enseñar respeto por la vida destruyéndola nosotros mismos. Pero me sorprende el empleo de este argumento, pues es uno que podría dirigirse contra cualquier castigo. No es sólo la vida humana, ni la vida humana como tal, lo que debiera sernos sagrado, sino los sentimientos humanos. La capacidad humana de sufrir es lo que debiéramos hacer que se respete, no la mera capacidad humana de existir. Y podemos imaginar a alguien preguntando: ¿cómo podemos enseñar a la gente a no infligir sufrimiento infligiéndolo nosotros mismos? Pero a esto yo respondería —todos nosotros responderíamos— que disuadir de infligir sufrimiento es no sólo posible, sino el propósito mismo de la justicia penal. ¿Da muestras el multar a un criminal de falta de respeto por la propiedad, o encarcelarlo por la libertad personal? Igual de irrazonable es pensar que tomar la vida de un hombre que ha tomado la de otro es mostrar falta de consideración por la vida humana. Mostramos, por el contrario, de la manera más enérgica nuestra consideración por ella con la adopción de la regla de que quien viola ese derecho en otro lo pierde para sí mismo y de que, mientras ningún otro crimen que pueda cometer le priva de su derecho a vivir, éste sí lo hará.
Hay un argumento contra la pena capital, incluso en casos extremos, que no puedo negar que tiene peso, en el cual mi honorable amigo ha hecho con justicia mucho hincapié y que nunca puede eliminarse completamente. Es este: que si por un error de justicia se da muerte a una persona inocente, el error no puede jamás corregirse; toda compensación, toda reparación del perjuicio es imposible. Esta sería ciertamente una seria objeción si estos desdichados errores —que están entre los más trágicos sucesos de la esfera toda de los asuntos humanos— no pudieran hacerse extremadamente raros. El argumento es invencible donde el modo del procedimiento criminal es peligroso para el inocente, o donde no se confía en los tribunales de justicia. Y esta es probablemente la razón por la que la objeción a un castigo irreparable empezó, según creo, antes y es más intensa y está más ampliamente difundida en algunas partes del continente europeo que aquí.
Hay en el Continente grandes y esclarecidos países en los que el procedimiento criminal no es tan favorable a la inocencia, no proporciona la misma seguridad contra una condena errónea, como entre nosotros; países en los que los tribunales de justicia parecen pensar que faltan a su deber si no encuentran a alguien culpable; y, en su verdaderamente laudable deseo de dar caza a la culpa en sus escondrijos, se exponen a un serio peligro de condenar a inocentes. Si nuestros propios procedimientos y tribunales de justicia dieran lugar a parecida aprensión, sería yo el primero en tomar parte en la retirada a tales tribunales del poder de infligir un castigo irreparable. Pero todos sabemos que los defectos de nuestro procedimiento son precisamente los opuestos. Nuestras reglas de evidencia son incluso demasiado favorables para el prisionero; y los jurados y jueces siguen la máxima “mejor es que escapen diez culpables que que sufra un inocente” no literalmente, sino más que literalmente. Los jueces están de lo más ansiosos por señalar, y los jurados de lo más dispuestos a conceder crédito, a la más ligera posibilidad de la inocencia del prisionero. Ningún juicio humano es infalible; casos tan tristes como los que citó mi honorable amigo ocurrirán algunas veces; pero en un caso tan grave como el de un asesinato el acusado, en nuestro sistema, tiene siempre el beneficio de la más leve sombra de una duda.
Y esto sugiere otra consideración muy pertinente a la cuestión. El hecho mismo de que la pena de muerte es más impresionante para la imaginación que cualquiera otra hace necesariamente a los tribunales de justicia más escrupulosos al requerir la más completa evidencia de la culpa. Aun lo que es la mayor objeción a la pena capital, la imposibilidad de corregir un error una vez cometido, debe hacer, y hace, a los jurados y jueces más cuidadosos al formar su opinión y más celosos en el escrutinio de la evidencia. Si la sustitución de la muerte por la servidumbre penal en casos de asesinato hubiese de causar alguna relajación de esta concienzuda escrupulosidad, habría un gran mal que oponer a la ventaja real, mas espero que rara, de ser posible reparar el daño causado a una persona condenada que se descubre después que era inocente. Para que esa posibilidad de corrección pueda quedar abierta dondequiera que la probabilidad de esta triste contingencia sea más que infinitesimal, sería muy adecuado que el juez recomendase a la Corona una conmutación de la sentencia no sólo cuando la prueba de la culpa está sujeta a la menor sospecha, sino siempre que quede algo inexplicado y misterioso en el caso, suscitando un deseo de más luz, o haciendo verosímil que pueda obtenerse información adicional en algún tiempo futuro. Querría también sugerir que siempre que la sentencia sea conmutada los motivos de la conmutación deberían darse a conocer al público en alguna forma auténtica.
Todo esto concedo de buena gana a mi honorable amigo; pero en la cuestión de la abolición total me inclino a la esperanza de que el sentimiento del país no está con él, y de que la limitación de la pena de muerte a los casos mencionados en la ley del año pasado se considerará generalmente suficiente. La manía que existió hace poco tiempo de recortar todos nuestros castigos parece haber alcanzado sus límites, y no antes de que fuese oportuno. Estábamos en peligro de quedar sin ningún castigo efectivo, excepto para las ofensas menores. El que fue nuestro principal castigo secundario —la deportación— antes de ser abolido se había convertido casi en una recompensa. La servidumbre penal, su sustituto, se estaba convirtiendo, para las clases que principalmente estaban sujetas a él, en casi nominal, tan confortables hicimos nuestras prisiones, y tan fácil había llegado a ser salir rápidamente de ellas. De la flagelación —un castigo de lo más objetable en los casos ordinarios, pero particularmente apropiado para crímenes de brutalidad, especialmente crímenes contra las mujeres— no quisimos ni oír hablar, excepto, por supuesto, en el caso de los agarrotadores, para cuyo particular beneficio se restableció apresuradamente justo después de que un miembro del Parlamento fuese agarrotado. Con esta excepción las ofensas, incluso las atroces, contra la persona, como mi honorable y erudito amigo el Miembro por Oxford [el señor Neate] bien hizo notar, son vengadas con penas tan ridículamente inadecuadas que son casi un estímulo para el crimen.
Pienso, señor, que en el caso de la mayoría de las ofensas, excepto aquellas contra la propiedad, hay más necesidad de reforzar nuestros castigos que de debilitarlos; y que sentencias más severas, en una proporción con las diferentes especies de ofensas que concuerde mejor que la presente con los sentimientos morales de la comunidad, son la clase de reforma que ahora necesita nuestro sistema penal. Votaré por tanto contra la enmienda.
01 enero 2006
Discursos sobre la pena de muerte (2)
Discurso pronunciado en el Parlamento británico por John Stuart Mill el 21 de abril de 1868 contra la propuesta de abolición de la pena de muerte presentada por el señor Gilpin (vía Kantor):
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2 comentarios:
Tiene curro la traducción.
En todo caso, un clásico. Sorprende que sobre las ideas de Stuart Mill parezca no haber pasado el tiempo.
Si sobre las ideas de Stuart Mill parece no haber pasado el tiempo, no ocurre lo mismo sobre las circunstancias en que tales ideas se manifestaron. Basta comparar la ferocidad de las leyes penales de su época (el Oliver Twist o los Posthumous Papers de Dickens en los que aparecen la delincuencia infantil y su represión, y la prisión por deudas, nos lo dicen con no menos veracidad que patetismo) con las actuales en cualquier país civilizado, desde luego incluido el suyo.
Y aun cuando mi oposición a la pena de muerte nace del concepto de dignidad que le exijo al Estado democrático y moderno (en el que por eso mismo no concibo el asesinato legal y sí las demás medidas coercitivas hacia los delincuentes tendentes a proporcionar a los demás ciudadanos la seguridad que le da, precisamente, razón de existir a ese Estado), de esas ideas de Mill sobre la penal capital habría algo que opinar.
Por ejemplo, sobre la ejemplaridad de esa última pena. O sobre sus efectos irreversibles y también sobre como enfoca la sustitución de la pena de muerte por la cadena perpetua (prisión con trabajos forzados de por vida, emparedarle en una tumba viviente dice, porque así era en su época). Pero son cuestiones estas ya tan manidas que en absoluto voy a volver a tratar aquí.
En todo caso, y para acabar, señalar que John Stuart Mil ya en 1868 y eso sí, en la Inglaterra victoriana, defendía la pena de muerte cuando se la confina a casos atroces, por la misma razón por la cual se la ataca comúnmente: por humanidad hacia el criminal. Lo que no es poco.
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