Muchos jóvenes musulmanes [británicos], a diferencia de los hijos de hindús o sijs que emigraron a Gran Bretaña a la vez que sus padres, toman drogas, incluida heroína. Beben, se permiten encuentros sexuales informales, y hacen de las discotecas el foco de sus vidas. Trabajo y carrera son en el mejor de los casos una dolorosa necesidad, un medio lento e inferior de conseguir dinero para sus distracciones.
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Por más seculares que sean sus gustos, los jóvenes musulmanes desean intensamente mantener la dominación masculina que han heredado de sus padres. Una hermana que tenga la temeridad de elegir un novio para sí misma, o incluso que exprese el deseo de una vida social independiente, probablemente recibirá una paliza, seguida por una vigilancia de exhaustividad digna de la Stasi. Los jóvenes entienden instintivamente que su sistema heredado de dominación masculina (que les proporciona, mediante el matrimonio forzado, gratificación sexual en casa liberándoles a la vez de las tareas domésticas y permitiéndoles vivir vidas completamente occidentalizadas fuera de casa, incluyendo aventuras sexuales en las cuales sus esposas no pueden indagar) es fuerte pero quebradiza, en buena medida como lo era el comunismo: es un fenómeno de todo o nada, y toda transgresión debe recibir un rápido castigo.
Aunque no hubiera otras razones, pues (y de hecho las hay), los jóvenes varones musulmanes tienen un fuerte motivo para mantener una identidad separada. Y ya que la gente rara vez gusta de admitir que su conducta tiene bajos motivos, como el deseo de mantener una dominación gratificante, estos jóvenes musulmanes necesitan una justificación más elevada para su conducta hacia las mujeres. La encuentran, por supuesto, en un Islam residual: no el Islam de onerosos deberes, rituales y prohibiciones, que interfieren tan insistentemente en la vida diaria, sino un Islam de sentimientos residuales, que les permite un sentimiento de superioridad moral sobre todo cuanto les rodea, incluyendo las mujeres, sin alterar en nada su estilo.
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Los musulmanes que rechazan a Occidente están, pues, involucrados en una yihad interior desesperada, un esfuerzo imposible por expurgar de sus corazones todo lo que no es musulmán. No puede hacerse, pues su dependencia tecnológica y científica es también, necesariamente, una dependencia cultural. No se puede creer que el retorno a la Arabia del siglo VII sea suficiente para todos los requerimientos humanos y a la vez conducir un Mercedes rojo nuevo, como hacía uno de los terroristas de Londres poco antes de su suicidio asesino. Alguna conciencia de la contradicción debe de corroer aun en el más obtuso cerebro fundamentalista.
Además, los fundamentalistas han de ser lo bastante autoconscientes para saber que nunca querrán renunciar a los beneficios accesorios de la vida occidental; el gusto por ellos está demasiado profundamente implantado en sus almas, es una parte demasiado profunda de lo que son como seres humanos, para que pueda jamás erradicarse. Es posible rechazar aspectos aislados de la modernidad pero no la propia modernidad. Les guste o no, los fundamentalistas musulmanes son hombres modernos; hombres modernos que intentan la empresa imposible de ser otra cosa.
Por tanto tienen al menos la desazonante sospecha de que su utopía elegida no es en realidad una utopía; de que en las profundidades de su propio interior hay algo que la hace inalcanzable e incluso indeseable. ¿Cómo persuadirse a sí mismos y a otros de que su falta de fe, su vacilación, es en realidad la más fuerte fe posible? ¿Qué prueba de fe más convincente podría haber que morir por ella? ¿Cómo puede alguien estar realmente apegado a la música rap y el cricket y los Mercedes si está dispuesto a volarse en pedazos para destruir la sociedad que los produce? La muerte será el fin del ilícito apego que no puede eliminar por completo de su corazón.
Las dos formas de yihad, la interior y la exterior, la mayor y la menor, se reúnen así en una acción apocalíptica. Con el atentado suicida, los terroristas superan las impurezas morales y dudas religiosas en su interior y, supuestamente, asestan un golpe externo en favor de la propagación de la fe.
Por supuesto, la emoción subyacente es el odio. Un hombre encarcelado que me dijo que quería ser un terrorista suicida estaba más lleno de odio que nadie que haya conocido. [...] Después de una sañuda violación, por la cual fue a la cárcel, se convirtió a una forma salafista del Islam y quedó convencido de que un sistema judicial capaz de creer en la palabra de una simple mujer antes que en la de él estaba irremediablemente corrupto.
Noté un día que su humor había mejorado mucho; estaba comunicativo y casi jovial, como nunca había estado antes. Le pregunté qué había cambiado en su vida. Había tomado su decisión, me dijo. Todo estaba resuelto. No se iba a matar solo, como había sido antes su intención. El suicidio es un pecado mortal, según las doctrinas de la fe islámica. No, cuando saliera de la cárcel no se mataría; se convertiría en un mártir y ganaría eterna recompensa, convirtiéndose en una bomba y llevándose consigo a tantos enemigos como pudiera.
¿Enemigos?, pregunté; ¿qué enemigos? ¿Cómo podía saber que la gente que matase al azar serían enemigos? Eran enemigos, me dijo, porque vivían felizmente en nuestra sociedad podrida e injusta. Por tanto, por definición, eran enemigos (enemigos en sentido objetivo, como podría haber dicho Stalin) y por tanto objetivos legítimos.
Hay mucho más en el original.
2 comentarios:
Gracias, Yeda. Más que exilio, es que MP vive a un ritmo tranquiiilo. (No recuerdo quién de RL o aledaños se llamó a sí mismo "el blogger inconstante"; ingenuo... :-)
Mira, si quieres, un texto sobre Francia, más breve, en blogs.ya.com/robinjud . No tiene la riqueza argumental de éste, pero coincide en la intuición básica de que la clave en la violencia insurreccional y terrorista de los musulmanes occidentales es el dominio de la mujer.
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