05 junio 2005

Horace Mann y la escuela pública (I)

El pasado noviembre, José Carlos Rodríguez escribió sobre segregación y educación pública en los Estados Unidos hacia fines del siglo XIX y principios del XX, en el contexto de la educación pública concebida como el entrenamiento de un dócil "ejército industrial". Pero el problema no está sólo en la intención de los planificadores del sistema.

Como aprendí en un fascinante libro de Christopher Lasch que recomiendo encarecidamente, La rebelión de las élites y la traición a la democracia (editado en español por Paidós), en los decenios de 1830 y 1840 tuvo lugar en los Estados Unidos un vivo debate sobre la instauración de un sistema público de educación, cuyo máximo propugnador fue Horace Mann, Secretario de Educación de Massachusetts entre 1837 y 1848. Sus motivos eran los más nobles:
Es cierto que [Mann] recurrió a distintos argumentos a favor de las escuelas públicas, entre ellos el de que servirían para enseñar el hábito de la constancia en el trabajo; pero insistía en que el hábito de la constancia no sólo sería beneficioso para los patrones, sino también para los trabajadores, y para corroborarlo mencionaba los salarios más altos que ganaban los que disfrutaban de las ventajas de una buena educación. Además, tenía el cuidado de señalar que la valoración positiva de los efectos de la escolarización sobre "la fortuna o bienes mundanos" de los hombres estaba lejos de ser el argumento "más elevado" a favor de la educación. De hecho, podría considerárselo con justicia como "el más bajo". Para Mann, otros argumentos más importantes en favor de la educación eran la "difusión de conocimientos útiles", la promoción de la tolerancia, la igualación de las oportunidades, el "aumento de los recursos nacionales", la erradicación de la pobreza, la superación de "la imbecilidad y la apatía mental", el fomento de las luces y el saber en lugar de "la superstición y la ignorancia" y la sustitución de la coerción y la guerra por medios pacíficos de gobierno. [Página 127]
En vena profética, creía su proyecto necesario para cumplir la misión de América, una misión de elevadas exigencias morales:
Deploraba los extremos de pobreza y riqueza —la "teoría europea" de la organización social, como él la llamaba— y defendía la "teoría de Massachusetts", que insistía en "la igualdad de situación" y "el bienestar humano". Mann creía que los americanos habían "huido" de Europa ante todo para sustraerse a los "extremos por arriba y por abajo", y la reaparición de esos extremos en la Nueva Inglaterra del siglo XIX debería suponer una terrible vergüenza para sus compatriotas. [...] La sensibilidad ante la misión de América producía "más humillación que orgullo". América debería haber "permanecido como un símbolo brillante y un ejemplo para el mundo", y en lugar de eso se estaba hundiendo en el materialismo y la indiferencia moral. [P. 128]
Y auguraba graves males si América fracasaba en esa misión:
Para Mann, los "sucesivos poseedores" de las propiedades eran "depositarios, ligados a un cumplimiento fiel de su compromiso por las obligaciones más sagradas". Si no las cumplían, les cabía esperar "terribles retribuciones" en forma de "pobreza e indigencia", "violencia y desgobierno", "desenfreno y libertinaje", "disolución política y perfidia legalizada". [P. 129]
Y, nos cuenta Lasch, los americanos escucharon al profeta:
Los esfuerzos de Mann [..] lograron un éxito espectacular [...]. Sus compatriotas acabaron atendiendo a sus exhortaciones. Construyeron un sistema de escuelas públicas para todas las clases sociales. Rechazaron el modelo europeo, que daba una educación liberal a los hijos de los privilegiados y una formación profesional a las masas. Abolieron el trabajo infantil e hicieron obligatoria la asistencia a la escuela, como Mann había pedido. Establecieron una estricta separación entre la Iglesia y el Estado, protegiendo la escuela de influencias sectarias. Reconocieron la necesidad de una formación profesional de los profesores, y erigieron un sistema de escuelas normales para lograrlo. Siguieron el consejo de Mann de que la instrucción no sólo incluyera asignaturas académicas sino también "las leyes de la salud", música vocal y otras disciplinas formadoras del carácter. Incluso siguieron su consejo de que en el personal de las escuelas hubiera un gran número de mujeres, compartiendo su creencia de que las mujeres podían utilizar mejor que los hombres el pacífico arte de la persuasión para manejar a los alumnos. Honraron a Mann, todavía en vida, como el padre fundador de sus escuelas. Aunque Mann fue un profeta en algunos aspectos, fue un profeta honrado en su tierra. Su éxito superó los sueños más fantásticos de la mayor parte de los reformadores; pero el resultado fue el mismo que si hubiera fracasado. [Pp. 129-130]

Mann triunfó, pero no sin debate. Hubo quienes, tras los resultados a que se refiere Lasch, hubieran podido exclamar: "¡Os lo dije!"; por ejemplo, Orestes Brownson. Brownson también había sido partidario de la educación pública, aunque ya entonces había expresado su preocupación por el posible resultado de tal educación. Predijo una decadencia de la autoridad parental y que los niños serían conformados como "animales bien entrenados" (cita en el enlace precedente). Su oposición se fundamentaba, precisamente como el apoyo de Mann, en el ideal social de la república estadounidense:
Ese ideal era nada menos que el de una sociedad sin clases, lo que significaba no sólo la ausencia de privilegios hereditarios y distinciones de rango reconocidas legalmente, sino también la negativa a tolerar la separación entre el estudio y el trabajo. El concepto de una clase trabajadora era inaceptable para los americanos porque, además de la institucionalización del trabajo asalariado, suponía el abandono de lo que para muchos de ellos constituía la promesa central de la vida americana: la democratización de la inteligencia. [...] la clase trabajadora exigía como antítesis necesaria la existencia de una clase instruida y ociosa. Implicaba una división social del trabajo que recordaba los días del clericalismo, cuando el monopolio clerical del conocimiento condenaba a los laicos al analfabetismo, a la ignorancia y a la superstición. Muchos consideraron la ruptura de ese monopolio —la más perniciosa de las restricciones comerciales, ya que no sólo interfería en la circulación de los productos, sino también en la de las ideas— como el logro culminante de la revolución democrática. La reintroducción de una especie de hegemonía clerical sobre la mente desharía lo logrado y haría renacer el antiguo desprecio por las masas y por la vida cotidiana tan característico de las sociedades sacerdotales. Recrearía el rasgo más aborrecible de las sociedades de clases: la separación del saber y de la experiencia cotidiana.

[...]

[Brownson] señaló que las reformas educativas de Horace Mann, en vez de democratizar la inteligencia, crearían una forma moderna de sacerdocio erigiendo un 'establishment' facultado para imponer las "opiniones dominantes" en las escuelas públicas. "Sería lo mismo tener una religión establecida por ley", sostenía Brownson, "que un sistema educativo" que sólo serviría, como todas las jerarquías sacerdotales, como el "medio más eficaz posible de controlar la indigencia y el crimen y hacer que los ricos estén seguros con sus posesiones". Como "el antiguo ministerio sacerdotal" se había "abolido", Mann y sus aliados pretendían hacerlo renacer promoviendo la escuela a costa de la prensa, el instituto y los otros medios de educación popular. Dando al sistema escolar el control exclusivo de la educación, las reformas de Mann suscitarían una división del trabajo cultural que debilitaría la capacidad de las personas de aprender por sí mismas. La función docente se concentraría en una clase de especialistas profesionales, cuando debería estar difundida por toda la comunidad. Un 'establishment' educativo era tan peligroso como uno sacerdotal o militar. Sus defensores habían olvidado que los niños se educaban mejor "en las calles, bajo la influencia de sus compañeros... por las pasiones y afectos que ven manifestarse, las conversaciones que escuchan y, sobre todo, por los objetivos, hábitos y tono moral de la comunidad en general". [...] "La misión de este país", decía [Brownson], consistía en "elevar a las clases trabajadoras y hacer que todos los hombres fueran realmente libres e independientes". Ese objetivo era totalmente incompatible con una "división de la sociedad en trabajadores y ociosos, patrones y operarios"; en "una clase instruida y una ignorante, una clase culta y una inculta, una refinada y una vulgar". [Pp. 61 y ss.]
Frente a esta concepción, los que Abraham Lincoln llamó "teóricos de la viga inferior" (mud-sill, el tronco más bajo de una construcción de madera, hundido en el fango) se basaban en la premisa de que "toda civilización tiene que apoyarse en una u otra forma de trabajo forzado, degradado", ya fuera por esclavos o por asalariados sin perspectiva de mejorar de estado, y por tanto cuanto más dóciles mejor [pp.63-64]. Por supuesto, la conveniencia de la educación para el común de las gentes según uno y otro modelo de sociedad difiere algún tanto:
Cuando Lincoln aseguraba que los defensores del trabajo no sindicado "insistían en la educación universal", no quería decir que la educación sirviera como un medio para la movilidad ascendente. Quería decir que se esperaba que los ciudadanos de un país libre trabajaran con la cabeza además de con las manos. Los teóricos de la "viga inferior", por el contrario, sostenían que "el trabajo y el estudio son incompatibles". Condenaban la educación de los trabajadores por "inútil" y "peligrosa". En su opinión era una "desgracia" que los trabajadores "tuvieran cabeza en absoluto". Los defensores del trabajo no sindicado, por su parte, afirmaban que "la cabeza y las manos deben cooperar como amigas; y que [cada] cabeza en particular debe dirigir y controlar ese par de manos en particular". [P. 65]

No parece, por lo poquísimo que sé, que Horace Mann fuese un "teórico de la viga inferior", pero el argumento de Orestes Brownson apuntaba precisamente a que sus bienintencionadas reformas, que significarían la creación de una clase docente monopolística cuasisacerdotal, habrían de tener el mismo efecto. Como hemos visto antes, Lasch no está lejos del acuerdo con Brownson en este punto:
¿Por qué el éxito del proyecto de Mann provocó los desastres políticos y sociales que había predicho con exactitud pavorosa para el caso de que hubiera fracasado? Al plantear así el problema suponemos que había una deficiencia intrínseca en la concepción educativa de Mann, que su proyecto contenía un defecto de origen. El defecto no estribaba en el entusiasmo de Mann por el "control social" o en la tibieza de su humanitarismo. La historia de la reforma —con su elevado sentido de misión, su devoción por el progreso y el avance, su entusiasmo por el progreso económico y la igualdad de oportunidades, su humanitarismo, su amor a la paz y su odio a la guerra, su confianza en el Estado del bienestar y, sobre todo, su amor a la educación— es la historia del liberalismo, no del conservadurismo. Si el movimiento de reforma produjo una sociedad que se parece poco a lo que nos prometía, no tenemos que preguntarnos si el movimiento de reforma fue insuficientemente liberal y humanitario, sino si el humanitarismo es la mejor fórmula para una sociedad democrática. [P. 130]

(Segunda parte).

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Las citas proceden de los capítulos 3º (La oportunidad en la Tierra Prometida) y 8º (Las escuelas públicas: Horace Mann y el ataque a la imaginación) de La rebelión de las élites y la traición a la democracia, de Christopher Lasch, en traducción de Francisco Javier Ruiz Calderón; Paidós Ibérica, Barcelona, 1996.

3 comentarios:

maty dijo...

Interesante anotación, de enjundia. Lo releeré.

Tras descubrite gracias a Barcepundit (no leo HispaLibertas -que estuve siguiendo nuevamente por unos días, pero no me convence/agrada/satisface su estilo tan agresivo- ), te referencio.

PD: Que sepas que has sido "abducido" por mis lectores de sumarios RSS.

Memetic Warrior dijo...

Hola camarada,

Quizá si ha habido un error fatal de estrategia en el liberalismo ha sido en el pasado el suponer que una educacion pública Estatal iba a servir para formar ciudadanos libres. La experiencia dice que muy al contrario, el Estado solo produce mas Estado.

Un saludo.

Memetic Warrior

Marzo dijo...

Gracias, Maty; el mérito es de Lasch, yo sólo extracto.

Probablemente, Memetic. Además el liberalismo del siglo XIX era otra cosa, u otro conjunto de cosas, que tengo más bien poco estudiada además. Pero Mann parece un proto-liberal en el sentido estadounidense contemporáneo, que es en el que Lasch lo era, claro, y en el que usa la palabra (ese Estado el bienestar...).