12 junio 2005

Horace Mann y la escuela pública (y II)

Como vimos en la primera parte, Christopher Lasch planteaba que los malos resultados del sistema de escuelas públicas preconizado por Horace Mann se debían a defectos no en sus intenciones, que eran las mejores, sino en la sustancia de sus reformas; defectos, incluso, enraizados con las buenas cualidades de Mann.

Por ejemplo, Mann era radicalmente contrario a la guerra. Pero no sólo a la guerra, sino a toda controversia y disensión e "inflamación de las pasiones", como las que producen la propia guerra, las facciones políticas o las diferencias de opinión religiosa, o incluso su mera evocación en la lectura de casi todo lo que no fuesen manuales escolares cuidadosamente redactados:

... estaba convencido de que la renuncia a la guerra y a los hábitos guerreros constituía un síntoma infalible de progreso social, de la victoria de la civilización sobre la barbarie, y se quejaba de que las bibliotecas de la escuela y la ciudad estuvieran llenas de libros de historia que glorificaban la guerra.

[...]

Mann [...] no valoraba positivamente la relación entre las virtudes marciales y la ciudadanía, que que tanta atención había recibido en la tradición republicana. Hasta Adam Smith, cuya economía liberal asestó un duro golpe a esa tradición, lamentaba la pérdida de la virtud armada, cívica: "Evidentemente, un hombre incapaz de defenderse o de vengarse carece de uno de los aspectos más importantes del carácter humano". Para Smith era lamentable que "la seguridad y la felicidad que prevalecen en las épocas de civilidad y de urbanidad" dejaran tan poco espacio para el "ejercicio del desdén por el peligro, la paciencia para soportar el trabajo, el hambre y el dolor". El crecimiento del comercio hacía que las cosas, según Smith, no pudieran ser de otro modo; pero la desaparición de cualidades tan esenciales para la naturaleza humana y, por ello, para la ciudadanía, era un proceso inquietante. La política y la guerra, no el comercio, eran la "gran escuela del dominio sobre sí mismo". El comercio estaba desplazando a "la guerra y la bandería" como negocio principal de la humanidad [...] Por ello, el sistema educativo debía tomar las riendas y mantener los valores que ya no podían adquirirse mediante la participación en los acontecimientos públicos.

Horace Mann [...] tenía una concepción muy distinta de la clase de carácter que quería formar. No compartía en absoluto el entusiasmo de Smith por la guerra ni sus reservas respecto a una sociedad formada por hombres y mujeres amantes de la paz que se ocuparan de sus propios negocios y se mostraran bastante indiferentes respecto a los asuntos públicos. [...] la opinión de Mann sobre la política no era más favorable que su opinión sobre la guerra. Su programa educativo no intentaba suministrar el valor, la paciencia y la fortaleza que antes proporcionaban "la guerra y la bandería". Por eso tampoco se le ocurría pensar que los relatos históricos, con sus emocionantes narraciones de hazañas realizadas cumpliendo con el deber militar y político, pudieran inflamar la imaginación de los jóvenes y ayudarles a estructurar sus aspiraciones. Quizá sería más exacto decir que desconfiaba de cualquier clase de apelación a la imaginación. Su filosofía educativa era hostil a la imaginación como tal. Prefería el hecho a la ficción, la ciencia a la mitología. [...] Pero su idea acerca de las verdades que podrían entregarse a los niños sin perjuicio era harto limitada. [...] Las objeciones de Mann al tipo de historia que se solía contar a los niños se basaban no sólo en que aclamaban las acciones militares, sino en que lo justo y lo injusto estaban mezclados confusamente; como lo están siempre, por supuesto, en el mundo real. Era precisamente este elemento de ambigüedad moral lo que Mann quería eliminar. [...] [Pp. 130-133]

Consideraba además Mann que la educación era algo que había de tener lugar exclusivamente en la escuela y según un plan:

Como muchos otros educadores, Mann quería que los niños recibieran sus impresiones acerca del mundo a través de los que estaban profesionalmente capacitados para decidir lo que era adecuado que supieran en lugar de recoger impresiones fortuitas de relatos —orales y escritos— no pensados expresamente para los niños. Cualquiera que haya pasado mucho tiempo con niños sabe que adquieren gran parte de su comprensión del mundo adulto oyendo cosas que los adultos no quieren necesariamente que oigan, escuchando detrás de la puerta o simplemente teniendo los ojos y los oídos abiertos. La información obtenida de este modo es más viva e influyente que que cualquier otra, ya que permite a los niños situarse imaginariamente en el lugar de los adultos en vez de ser tratados simplemente como objetos del cuidado y el didactismo de los adultos. Pero precisamente esta experiencia imaginaria del mundo adulto —este juego no supervisado de las jóvenes imaginaciones— es lo que Mann quería sustituir por la instrucción formal. [...] no hay indicación alguna en el inmenso corpus de sus escritos sobre educación de que reconociera la posibilidad de que las "grandes realidades de la existencia" se trataran más plenamente en la ficción y la poesía que en ninguna otra clase de escritos.

El gran defecto de la filosofía educativa de Mann era la idea de que la educación sólo tiene lugar en la escuela. [...] Sencillamente no se le ocurría que actividades como la política, la guerra y el amor —asuntos principales de los libros que tanto deploraba— fueran educativos en sí mismos. Creía que la política de partidos en particular era la ruina de la vida americana. [...]

[...]

[...] [la actividad política] generaba controversia, que, podría objetarse, es una parte necesaria de la educación; pero para Mann no era más que una pérdida de tiempo y energía. Dividía a los hombres en lugar de acercarlos. Por esas razones Mann no sólo quería aislar la escuela de las presiones políticas sino mantener la historia política fuera del currículum. No podía ignorarse completamente esa asignatura, porque de otro modo los niños sólo obtendrían "el conocimiento que pudieran sacar de las airadas discusiones políticas o de los periódicos de los partidos"; pero había que proporcionar instrucción sobre "la naturaleza de un gobierno republicano" para subrayar sólo "aquellos artículos del credo del republicanismo aceptados por todos, creídos por todos y que constituyen la base común de nuestra fe política". [...]

[...] Ya es bastante malo que presentara los principios del partido Whig como principios comunes a todos los americanos protegiéndolos así de toda crítica razonable. Lo que es aún peor es el modo en que su blanda tutela privaba a los niños de todo lo que podría atraer la imaginación o —en su propias palabras— las pasiones. [Pp. 133-135]

Mann era hombre de serios principios morales, que sus escuelas habrían de transmitir a los niños:

La concepción manniana de la educación política era inseparable de de su concepción de la educación moral, de su persistente oposición a una formación meramente intelectual. [...] En la tradición republicana —de la que el republicanismo de Mann no era más que un eco lejano— el concepto de virtud se refería al honor, el ardor, la sobreabundancia de energía y el uso más pleno de todas las facultades. Para Mann la virtud sólo era el pálido opuesto del "vicio". La virtud era "la sobriedad, la frugalidad, la probidad", cualidades que difícilmente podían apoderarse de la imaginación de los jóvenes.

El tema de la moralidad nos lleva al de la religión, que es donde se ven más claramente las limitaciones de Mann. [...] Se mantuvo firme en la necesidad de impedir una formación religiosa basada en las doctrinas de cualquier denominación particular. [...] dejó claro que tampoco había que tolerar la existencia de "un sistema rival de escuelas 'particularistas' o 'sectarias'". [...]

[...] No bastaba con mantener las iglesias fuera de las escuelas públicas. Era necesario mantenerlas completamente al margen de toda la vida pública, para que los sonidos "discordantes" de la discusión religiosa no ahogasen el "sistema único, indivisible y glorioso del cristianismo" y provocaran la "vuelta de Babel". El mundo perfecto, tal como existía en la cabeza de Mann, era un mundo en el que todos estarían de acuerdo, una ciudad celestial donde los ángeles cantarían al unísono. Reconocía con tristeza que "apenas podemos concebir un estado de la sociedad sobre la tierra tan perfecto que excluyera todas las diferencias de opinión", pero al menos era posible relegar todas las discusiones "sobre los derechos" y otros asuntos importantes a los márgenes de la vida social, impedirles la entrada en las escuelas y, en consecuencia, en el ámbito público general.

Nada de esto significaba que las escuelas no debieran enseñar religión. Sólo significaba que deberían enseñar la religión común a todos, o al menos a todos los cristianos. Habría que leer la Biblia en la escuela, dejándola "hablar por sí misma", sin comentarios que pudieran suscitar discrepancias. [...] la mezcla resultante está tan aguada que hace dormir a los niños en lugar de provocar sentimientos de sobrecogimiento y admiración. [Pp. 135-136]


Orestes Brownson advirtió la naturaleza profundamente conservadora reaccionaria de tal método:

Orestes Brownson [...] señaló en 1839 que el sistema de Mann, al suprimir todo lo distintivo en religión, sólo dejaría un residuo inocuo. "Una fe que sólo incluya generalidades no es mejor que ninguna fe". Para Brownson, a los niños educados en un benigno y no sectario "cristianismo que queda en nada", en escuelas en las que "se enseñará mucho en general pero nada en particular", se les niega su derecho de nacimiento. Se les enseñaría "a respetar y conservar lo que hay"; se les advertiría contra "la disipación de la gente, la turbulencia y la brutalidad del populacho", pero en ese sistema nunca aprenderían a "amar la libertad".

[...] [Brownson], al contrario que Mann, entendía que la verdadera educación no se producía en las escuelas. [...] Estas consideraciones, junto con la extensa discusión de Brownson acerca de la prensa y el liceo, parecían apuntar a la conclusión de que era más probable que las personas llegaran a amar la libertad exponiéndose a la controversia pública de amplio alcance, a la "influencia sin obstáculos de la mente sobre la mente".

La controversia pública de amplio alcance era precisamente, como hemos visto, lo que Mann quería evitar. En su opinión, del choque de opiniones y el ruido y el calor de la discusión política y religiosa no podía salir nada de valor educativo. [...]

Horace Mann no estaría satisfecho con nuestro sistema educativo tal como existe en la actualidad. Estaría, por el contrario, horrorizado. De todas formas, esos horrores son, al menos indirectamente, consecuencia de sus propias ideas, desprovistas del idealismo moral con el que una vez estuvieron relacionadas. Hemos incorporado a nuestras escuelas lo peor de Mann, y nos las hemos arreglado de alguna manera para olvidar lo mejor. Hemos profesionalizado la enseñanza exigiendo complicados requisitos para obtener el certificado, pero no hemos logrado institucionalizar la concepción de Mann de la enseñanza como una vocación honorable. [...] La burocratización de la enseñanza [...] socava la autonomía del maestro, sustituye el juicio del maestro por el de los administradores y disuade a las personas dotadas para la enseñanza de dedicarse a esa profesión. [...] Compartimos la desconfianza de Mann en la imaginación y su concepción estrecha de la verdad[...]; pero el catálogo de hechos que se consideran permisibles actualmente está aún más patéticamente restringido que en los días de Mann. [...]

Creemos, como Mann, que la escolarización es la panacea de todos nuestros males. [...] Si hay una lección que deberíamos haber aprendido [...] es que la escuela no puede salvar a la sociedad. La delincuencia y la pobreza siguen con nosotros, y la distancia entre los ricos y los pobres no deja de crecer. Mientras tanto nuestros niños, incluso los adultos jóvenes, no saben leer ni escribir. Quizás haya llegado la hora —si es que no ha pasado ya— de empezar otra vez desde el principio. [Pp. 136-139]


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Los extractos citados proceden del capítulo 8º (Las escuelas públicas: Horace Mann y el ataque a la imaginación) de La rebelión de las élites y la traición a la democracia, de Christopher Lasch, en traducción de Francisco Javier Ruiz Calderón; Paidós Ibérica, Barcelona, 1996.

05 junio 2005

Ah, se me olvidaba...

Queda inaugurado este blog.

Horace Mann y la escuela pública (I)

El pasado noviembre, José Carlos Rodríguez escribió sobre segregación y educación pública en los Estados Unidos hacia fines del siglo XIX y principios del XX, en el contexto de la educación pública concebida como el entrenamiento de un dócil "ejército industrial". Pero el problema no está sólo en la intención de los planificadores del sistema.

Como aprendí en un fascinante libro de Christopher Lasch que recomiendo encarecidamente, La rebelión de las élites y la traición a la democracia (editado en español por Paidós), en los decenios de 1830 y 1840 tuvo lugar en los Estados Unidos un vivo debate sobre la instauración de un sistema público de educación, cuyo máximo propugnador fue Horace Mann, Secretario de Educación de Massachusetts entre 1837 y 1848. Sus motivos eran los más nobles:
Es cierto que [Mann] recurrió a distintos argumentos a favor de las escuelas públicas, entre ellos el de que servirían para enseñar el hábito de la constancia en el trabajo; pero insistía en que el hábito de la constancia no sólo sería beneficioso para los patrones, sino también para los trabajadores, y para corroborarlo mencionaba los salarios más altos que ganaban los que disfrutaban de las ventajas de una buena educación. Además, tenía el cuidado de señalar que la valoración positiva de los efectos de la escolarización sobre "la fortuna o bienes mundanos" de los hombres estaba lejos de ser el argumento "más elevado" a favor de la educación. De hecho, podría considerárselo con justicia como "el más bajo". Para Mann, otros argumentos más importantes en favor de la educación eran la "difusión de conocimientos útiles", la promoción de la tolerancia, la igualación de las oportunidades, el "aumento de los recursos nacionales", la erradicación de la pobreza, la superación de "la imbecilidad y la apatía mental", el fomento de las luces y el saber en lugar de "la superstición y la ignorancia" y la sustitución de la coerción y la guerra por medios pacíficos de gobierno. [Página 127]
En vena profética, creía su proyecto necesario para cumplir la misión de América, una misión de elevadas exigencias morales:
Deploraba los extremos de pobreza y riqueza —la "teoría europea" de la organización social, como él la llamaba— y defendía la "teoría de Massachusetts", que insistía en "la igualdad de situación" y "el bienestar humano". Mann creía que los americanos habían "huido" de Europa ante todo para sustraerse a los "extremos por arriba y por abajo", y la reaparición de esos extremos en la Nueva Inglaterra del siglo XIX debería suponer una terrible vergüenza para sus compatriotas. [...] La sensibilidad ante la misión de América producía "más humillación que orgullo". América debería haber "permanecido como un símbolo brillante y un ejemplo para el mundo", y en lugar de eso se estaba hundiendo en el materialismo y la indiferencia moral. [P. 128]
Y auguraba graves males si América fracasaba en esa misión:
Para Mann, los "sucesivos poseedores" de las propiedades eran "depositarios, ligados a un cumplimiento fiel de su compromiso por las obligaciones más sagradas". Si no las cumplían, les cabía esperar "terribles retribuciones" en forma de "pobreza e indigencia", "violencia y desgobierno", "desenfreno y libertinaje", "disolución política y perfidia legalizada". [P. 129]
Y, nos cuenta Lasch, los americanos escucharon al profeta:
Los esfuerzos de Mann [..] lograron un éxito espectacular [...]. Sus compatriotas acabaron atendiendo a sus exhortaciones. Construyeron un sistema de escuelas públicas para todas las clases sociales. Rechazaron el modelo europeo, que daba una educación liberal a los hijos de los privilegiados y una formación profesional a las masas. Abolieron el trabajo infantil e hicieron obligatoria la asistencia a la escuela, como Mann había pedido. Establecieron una estricta separación entre la Iglesia y el Estado, protegiendo la escuela de influencias sectarias. Reconocieron la necesidad de una formación profesional de los profesores, y erigieron un sistema de escuelas normales para lograrlo. Siguieron el consejo de Mann de que la instrucción no sólo incluyera asignaturas académicas sino también "las leyes de la salud", música vocal y otras disciplinas formadoras del carácter. Incluso siguieron su consejo de que en el personal de las escuelas hubiera un gran número de mujeres, compartiendo su creencia de que las mujeres podían utilizar mejor que los hombres el pacífico arte de la persuasión para manejar a los alumnos. Honraron a Mann, todavía en vida, como el padre fundador de sus escuelas. Aunque Mann fue un profeta en algunos aspectos, fue un profeta honrado en su tierra. Su éxito superó los sueños más fantásticos de la mayor parte de los reformadores; pero el resultado fue el mismo que si hubiera fracasado. [Pp. 129-130]

Mann triunfó, pero no sin debate. Hubo quienes, tras los resultados a que se refiere Lasch, hubieran podido exclamar: "¡Os lo dije!"; por ejemplo, Orestes Brownson. Brownson también había sido partidario de la educación pública, aunque ya entonces había expresado su preocupación por el posible resultado de tal educación. Predijo una decadencia de la autoridad parental y que los niños serían conformados como "animales bien entrenados" (cita en el enlace precedente). Su oposición se fundamentaba, precisamente como el apoyo de Mann, en el ideal social de la república estadounidense:
Ese ideal era nada menos que el de una sociedad sin clases, lo que significaba no sólo la ausencia de privilegios hereditarios y distinciones de rango reconocidas legalmente, sino también la negativa a tolerar la separación entre el estudio y el trabajo. El concepto de una clase trabajadora era inaceptable para los americanos porque, además de la institucionalización del trabajo asalariado, suponía el abandono de lo que para muchos de ellos constituía la promesa central de la vida americana: la democratización de la inteligencia. [...] la clase trabajadora exigía como antítesis necesaria la existencia de una clase instruida y ociosa. Implicaba una división social del trabajo que recordaba los días del clericalismo, cuando el monopolio clerical del conocimiento condenaba a los laicos al analfabetismo, a la ignorancia y a la superstición. Muchos consideraron la ruptura de ese monopolio —la más perniciosa de las restricciones comerciales, ya que no sólo interfería en la circulación de los productos, sino también en la de las ideas— como el logro culminante de la revolución democrática. La reintroducción de una especie de hegemonía clerical sobre la mente desharía lo logrado y haría renacer el antiguo desprecio por las masas y por la vida cotidiana tan característico de las sociedades sacerdotales. Recrearía el rasgo más aborrecible de las sociedades de clases: la separación del saber y de la experiencia cotidiana.

[...]

[Brownson] señaló que las reformas educativas de Horace Mann, en vez de democratizar la inteligencia, crearían una forma moderna de sacerdocio erigiendo un 'establishment' facultado para imponer las "opiniones dominantes" en las escuelas públicas. "Sería lo mismo tener una religión establecida por ley", sostenía Brownson, "que un sistema educativo" que sólo serviría, como todas las jerarquías sacerdotales, como el "medio más eficaz posible de controlar la indigencia y el crimen y hacer que los ricos estén seguros con sus posesiones". Como "el antiguo ministerio sacerdotal" se había "abolido", Mann y sus aliados pretendían hacerlo renacer promoviendo la escuela a costa de la prensa, el instituto y los otros medios de educación popular. Dando al sistema escolar el control exclusivo de la educación, las reformas de Mann suscitarían una división del trabajo cultural que debilitaría la capacidad de las personas de aprender por sí mismas. La función docente se concentraría en una clase de especialistas profesionales, cuando debería estar difundida por toda la comunidad. Un 'establishment' educativo era tan peligroso como uno sacerdotal o militar. Sus defensores habían olvidado que los niños se educaban mejor "en las calles, bajo la influencia de sus compañeros... por las pasiones y afectos que ven manifestarse, las conversaciones que escuchan y, sobre todo, por los objetivos, hábitos y tono moral de la comunidad en general". [...] "La misión de este país", decía [Brownson], consistía en "elevar a las clases trabajadoras y hacer que todos los hombres fueran realmente libres e independientes". Ese objetivo era totalmente incompatible con una "división de la sociedad en trabajadores y ociosos, patrones y operarios"; en "una clase instruida y una ignorante, una clase culta y una inculta, una refinada y una vulgar". [Pp. 61 y ss.]
Frente a esta concepción, los que Abraham Lincoln llamó "teóricos de la viga inferior" (mud-sill, el tronco más bajo de una construcción de madera, hundido en el fango) se basaban en la premisa de que "toda civilización tiene que apoyarse en una u otra forma de trabajo forzado, degradado", ya fuera por esclavos o por asalariados sin perspectiva de mejorar de estado, y por tanto cuanto más dóciles mejor [pp.63-64]. Por supuesto, la conveniencia de la educación para el común de las gentes según uno y otro modelo de sociedad difiere algún tanto:
Cuando Lincoln aseguraba que los defensores del trabajo no sindicado "insistían en la educación universal", no quería decir que la educación sirviera como un medio para la movilidad ascendente. Quería decir que se esperaba que los ciudadanos de un país libre trabajaran con la cabeza además de con las manos. Los teóricos de la "viga inferior", por el contrario, sostenían que "el trabajo y el estudio son incompatibles". Condenaban la educación de los trabajadores por "inútil" y "peligrosa". En su opinión era una "desgracia" que los trabajadores "tuvieran cabeza en absoluto". Los defensores del trabajo no sindicado, por su parte, afirmaban que "la cabeza y las manos deben cooperar como amigas; y que [cada] cabeza en particular debe dirigir y controlar ese par de manos en particular". [P. 65]

No parece, por lo poquísimo que sé, que Horace Mann fuese un "teórico de la viga inferior", pero el argumento de Orestes Brownson apuntaba precisamente a que sus bienintencionadas reformas, que significarían la creación de una clase docente monopolística cuasisacerdotal, habrían de tener el mismo efecto. Como hemos visto antes, Lasch no está lejos del acuerdo con Brownson en este punto:
¿Por qué el éxito del proyecto de Mann provocó los desastres políticos y sociales que había predicho con exactitud pavorosa para el caso de que hubiera fracasado? Al plantear así el problema suponemos que había una deficiencia intrínseca en la concepción educativa de Mann, que su proyecto contenía un defecto de origen. El defecto no estribaba en el entusiasmo de Mann por el "control social" o en la tibieza de su humanitarismo. La historia de la reforma —con su elevado sentido de misión, su devoción por el progreso y el avance, su entusiasmo por el progreso económico y la igualdad de oportunidades, su humanitarismo, su amor a la paz y su odio a la guerra, su confianza en el Estado del bienestar y, sobre todo, su amor a la educación— es la historia del liberalismo, no del conservadurismo. Si el movimiento de reforma produjo una sociedad que se parece poco a lo que nos prometía, no tenemos que preguntarnos si el movimiento de reforma fue insuficientemente liberal y humanitario, sino si el humanitarismo es la mejor fórmula para una sociedad democrática. [P. 130]

(Segunda parte).

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Las citas proceden de los capítulos 3º (La oportunidad en la Tierra Prometida) y 8º (Las escuelas públicas: Horace Mann y el ataque a la imaginación) de La rebelión de las élites y la traición a la democracia, de Christopher Lasch, en traducción de Francisco Javier Ruiz Calderón; Paidós Ibérica, Barcelona, 1996.

01 junio 2005

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